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American Horror Story 04x06

Bullseye

6,8

 

Héctor Ortega

 

Las aguas siguen revueltas en el Gabinete de las Curiosidades de Fraulein Elsa y ni siquiera el cumpleaños de ésta logrará calmar los ánimos entre los freaks. Todos echan de menos a las siamesas y, aunque Elsa Mars se empeñe en decir que se fugaron en cuanto bajó la guardia, nadie parece dar por buena su versión de los hechos.

 

El nombre del capítulo hace referencia a la diana giratoria sobre la que se lanzan cuchillos, una de las más peligrosas atracciones de circo. Elsa desempolva una de ellas para volver a darle uso y la cosa acaba con Paul, el hombre foca y a la sazón amante de la alemana, malherido de un cuchillazo en el vientre. Pero la diana también funciona como metáfora de la rueda de la fortuna, de la idea de destino frente a la de libre albedrío. Y vemos que, por mucho empeño que le ponga, la señorita Mars se encuentra cada vez más sola y más lejos de convertirse en una rutilante estrella (ya sea del circo o de la televisión).

 

Como vimos la semana pasada, las gemelas no huyeron sino que fueron vendidas y ahora viven en la mansión de los Mott. Son el nuevo juguete del consentido Dandy pero, por más de buena fe que lo intente y coquetee con Bette –ante las continuas miradas de desaprobación de Dot–, su destinoes el de no poder amar ni ser amado. Acabará por asumirlo, por entender que su función en la vida no es otra que la de esparcir el terror y la muerte. Y, cuchillo en el cinturón mediante, a eso parece dispuesto de cara a consumar su existencia.

 

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Para acabar con este capítulo más interesado en profundizar en los personajes y darles un valor más tridimensional que en el avance de la trama, vemos cómo a Stanley se le empieza a acabar la paciencia y reclama ya una víctima que vender al museo. No contaba con que a su compinche, Maggie Esmeralda, se le iba a ablandar el corazón y, más allá de proteger a su amado Jimmy, es también incapaz de matar a sangre fría a la inofensiva Ma Petite (de hecho, ¿qué clase de desalmado sería capaz de hacerlo).

 

Quizá la gran virtud de esta serie sea convertir en normal lo extravagante. Del mismo modo que los ojos se acostumbran a la oscuridad, de tanta sobreexposición a los fenómenos más extraños de la naturaleza, al final no nos sorprende ver momentos tan delirantes y gloriosos como el de un hombre completamente tatuado y con una deformación espantosa en los brazos pasándole a Jessica Lange una enana hindú de 60 centímetros convertida en una bolsa de agua caliente humana.

 

Nos acercamos a la recta final de la temporada y seguimos esperando ese empujón en la cadena de acontecimientos que acabe con la calma chicha y lleve la serie a otro nivel, a subir un peldaño más en su lenta escalada de demencia. Eso sí, permanezcan alerta a posibles spoilers y filtraciones, parece ser que han robado algunas páginas clave del guión. ¿Verdad o estrategia de marketing?

 

Héctor Ortega

Héctor Ortega (Reus, 1979). De un modo u otro la música siempre ha estado presente en su vida. Quizá el primer recuerdo sea el de Horacio Pinchadiscos y Teresa Rabal sonando en el comedor de su casa. Más tarde ya llegaron los cassettes de Iron Maiden y Megadeth y algo después la primera guitarra clásica con la que simultanear las clases de solfeo con el aporreo torpe de los acordes de Nirvana. Y luego ya los primeros grupos en Reus y el posterior traslado a Barcelona. Una vez allí, a la labor de escuchar y de tocar se sumó la de escribir, ya fuera en el Fanzine Chuck Norris, en Muzikalia o en las páginas de Mondo Sonoro. Y así hasta nuestros días, donde compagina la labor de tocar en bajo en la banda Sons of Woods con la eterna búsqueda de esos discos que le sigan poniendo la piel de gallina. 

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