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House of Cards

Frank Underwood o la puta serpiente equivocada

 

Antonio Lozano

 

“Creo que alguien se va a dar cuenta de que ha pisado a la puta serpiente equivocada”. El comentario llega hacia el final de la segunda temporada, pero contiene el espíritu de “House of Cards” desde el primer episodio. Literalmente, ya que en el piloto vemos cómo el congresista Frank Underwood es humillado al negársele el ya interiorizado cargo de Secretario de Estado una vez los demócratas acaban de ganar las elecciones presidenciales. A Underwood se le pide un sacrificio por el bien del partido, el cual parece acatar con una nobleza ejemplar. Nada más lejos de la realidad: han pisado a la puta serpiente equivocada y las dos temporadas que se abren van a centrarse en su maquiavélico talento para ir esparciendo su veneno vengador con el mayor disimulo, y a la vez letalidad, que pueda. Uno de los elementos más arriesgados que singularizan la serie es que sus creadores se han saltado la regla de oro de la empatía del espectador hacia el personaje. Underwood (Kevin Spacey) y señora (Robin Wright) son un hermético agujero negro, a través de ellos no se filtra la luz ni por error, nos encontramos frente a malvados sin fisuras que han merecido repetidas comparaciones con los Macbeth, aunque en los monarcas escoceses aún había momentos de duda o sombras de mala conciencia. Dexter o Walter White podían no ser el mejor ejemplo para los niños pero despertaban cariño y comprensión ocasionales. Ellos sólo despiertan ganas de salir corriendo.

 

De forma asombrosa, ningún secundario cumple la función de rellenar este angustioso vacío de humanidad o sólo lo hace tan fugazmente que ni siquiera cuenta. Quizás no retuerzan el pescuezo de un perro en su primera aparición, como Frank (a esto se le llama no engañar al espectador desde el principio),  mas se diría que están atrapados en mayor o menor medida dentro del campo de fuerza hobessiana del monstruo conyugal. No es casual que aquel que parece haberse ganado las mayores simpatías del protagonista sea el fiel cocinero negro que le sirve unas deliciosas costillas en su antro (una sutil forma de mostrar el carácter depredador de Underwood, a su lado todos se asemejan a cervatillos). El techo de lealtad de Frank es, pues, un pobre diablo que conoce a la perfección su punto de cocción de la carne. Este, por cierto, es quien pronuncia con admiración la frase de la serpiente, demostrando de una tacada que lo ha calado como nadie y que, justo con su esposa (perturbada mente gemela) y su asistente personal (frágil mente servil), es el único que aplaude o, cuando menos, aprueba su naturaleza maléfica.

 

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Aunque suponga entrar en el pantanoso terreno de la psicología especulativa, la valiente decisión de hacer que Frank Underwood mire repetidamente a cámara -bien limitándose a poner caras que condensan de forma gráfica lo que opina acerca de las palabras de su interlocutor o sobre cómo están discurriendo los acontecimientos de cada momento, bien lanzando un discurso entre el desahogo y la automafirmación- quizás surgiera como un mecanismo para compensar el rechazo que provoca su alma tóxica. Al hacer del espectador su confidente se genera indefectiblemente una cercanía, lo transforma de algún modo en su cómplice. Posiblemente se produzca un abuso del recurso -a título personal diría que encalla cuando se detiene con brusquedad la acción para que parlamente o cuando hay alguien demasiado cercano a él-, pero no cabe duda de que su despliegue también es una astuta manera de activar el poder hipnótico de la serpiente.

 

Para los amantes de los cuentos felices que extendimos una alfombra roja a “El ala oeste de la Casa Blanca”, absoluta idealización de la cocina presidencial estadounidense,  “House of Cards” vendría a suponer su evidente reverso oscuro, el sanguinario Caín que acude a liquidar a su estomagantemente bondadoso hermano Abel. Allá donde un Aaron Sorkin con el lirio en la mano regaba la administración demócrata con un emotivo espíritu de Camelot, proclamando el Yes We Can! antes del Yes We Can!, un Beau Willimon sin tiempo para la lírica entiende el 1600 de Pennsylvania Avenue como un nido de víboras donde el afilamiento de cuchillos se produce las veinticuatro horas del día (las diferentes sensibilidades entre Sorkin y Willimon encuentran una metáfora muy gráfica en su forma de abordar el alcoholismo: mientras al primero le puede la cándida narrativa de la superación, el segundo apuesta por el pozo sin fondo).

 

“El camino hacia el poder está cimentado sobre hipocresía y víctimas. Nunca te arrepientas”, nos advierte Frank Underwood cuando el agua comienza a lamerle el cuello. ¿No acabamos de ahorrarnos un máster en teoría política avanzada? ¡Underwood for President!, debería clamar el telespectador. He aquí un político que no engaña a su audiencia.

 

Antonio Lozano

Antonio Lozano (Barcelona, 1974) es licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma de Barcelona y cursó un doctorado en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra. Entre 1997 y 2008 ejerció de responsable de secciones de la revista Qué Leer. Actualmente colabora como periodista literario en Qué Leer, el suplemento Cultura/s y el Magazine del diario La Vanguardia, y las revistas Woman y Esquire. También es autor de seis libros infantiles: "Orson y el bosque de las sombras"; "El diente, el calcetín y el perro astronauta"; "Mark Twain y el tren de juguete"; "El cuerno y el centro de la luna"; "La vela que nunca se apagaba" y "El 5º caso del mítico detective Penta", y coautor de la novela juvenil "Terror en la red". Forma parte del jurado del Premio Internacional de Novela Negra RBA, sello para el que realiza un blog de actualidad sobre género policíaco llamado «Lo leo muy negro». Asimismo, ejerce de conductor del club de lectura del Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB).

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