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CocaínaDaniel JiménezGalaxia Gutenberg 7,8179 págs. 17,50 €. |
Bien, empieza muy bien “Cocaína” con ese título que es como un tuit con los guantes enfundados sobre una foto de portada que disturba. Somos muy de portadas, muy de estética avant toute chose, y que se mueran los que pueden leer cualquier cosa impresa de cualquier manera. Hay que imprimir como se hace en este libro, dotar a las portadas de un diseño a la altura del contenido: esa puerta cochambrosa que no parece proteger nada de valor, y pese a todo aparece cosida con cinco cerraduras. Anticipa lo que nos vamos a encontrar en la novela, una realidad torva y que tampoco se deja penetrar. “Cocaína” es, sí, la primera novela hecha pública de Daniel Jiménez, y llega arropada por el premio Dos Passos 2015, que conceden Galaxia Gutenberg y Ámbito Cultural de El Corte Inglés. Se habla en esas páginas de muchas cosas y, a veces, también de droga.
Concebida como una crónica del pasar de los días de un escritor joven y desnortado, toma la forma de un diario que recorre todo el año 2013 y aparece firmado por el propio Daniel Jiménez. Estamos, pues, de nuevo ante una propuesta de autoficción, con confesión de drogodependencia explícita y donde lo de menos es saber qué porcentaje corresponde a una biografía y cuál a la propia literatura. Las sucesivas confesiones aparecen dirigidas a una segunda persona, y permiten confrontar al protagonista con su nula iniciativa, su escasa calidad como vecino, y como novio, y como escritor, un puñado de alegatos, en fin, que devienen insumos suficientes para postular la novela a retrato de toda una generación. Al personaje Daniel nada parece merecerle la pena, excepto el propio hecho de narrar su aplanamiento y lamentarse de que su literatura no acaba de lograr la acogida que se merece. Cuanto tiene de narración experiencial parece ser un largo argumento al servicio de la tesis con la que el libro se abre: “El hombre prefiere podrirse en el miedo antes de afrontar la angustia de ser él mismo”. La frase es de Cioran, y el cinismo lo pone el propio Daniel que pasa la novela resistiendo cualquier envite de bondad, y recordando lo poco que le importó hacer sufrir, o abandonar trabajos por capricho, o tener deudas que, sin embargo, nunca le harán renunciar a sus gramos de cocaína semanales. De sus encuentros con antiguos amigos llegará a constatar que el éxito vive siempre en casa de los otros, y que ni siquiera la envidia sirve de mecha para activar la voluntad. La palabra es adecuada: hay mucho de Azorín y Baroja en esa actitud de abulia, aunque adaptada a los tiempos, y donde era de esperar el papelón que se le asigna a la droga. Así retratada en la persona de Daniel Jiménez, la generación actual se presenta: a. vacía de expectativas, b. falta de genio, c: sin energía y d: sin ganas de modificar nada. Es cierto que a menudo Daniel sabe hacerse el simpático, y hasta se ríe de sí mismo ―de su tonta adicción a marcar el número de su dealer―, pero prefiere siempre volver al tono houellebecquiano y se dibuja sin compasión con todas sus arrugas, supuraciones, úlceras morales. Más tarde nos ampliará detalles de su trayectoria vital, que ha sufrido, que ha sufrido mucho pero mucho, aunque nunca tratará de justificarse exhibiendo su hoja de desgracias. Después de todo la épica del perdedor tiene mucho más tirón entre el público, y la novela sabe manejarla en dosis adecuadas. Esa vía temática le permite enlazar naturalmente con el otro filón explotado en la novela, el de la condición de escritor frustrado. “La salvación de un escritor es escribir”, dice Chandler, a quien invoca en el capítulo de octubre, y Daniel nos irá dando buena cuenta de que es así, escribir es lo único que lo pone a andar. Escribir y buscar sobre la marcha las razones por las que escribe. Los modelos. Los objetivos. Todo el planteamiento es el de un autor empeñado en descollar entre la muchedumbre sedicente escritora y demostrarse escritor a tumba abierta: cita un buen repertorio de lecturas, de fobias en aumento, relación con otros autores... la histeria de todo escritor, en fin. Veamos qué hay en sus listas: de entre los que ejercen magisterio ―Millás, Pérez Reverte, Marías― ninguno le merece especial devoción; de los que “fueron una revelación” ―Mañas, Ray Loriga, Alberto Olmos, Fernández Mallo― se atreve a añadir que los suyos son “objetivos más ambiciosos”, y que de alguna manera a ésos los considera carreras frustradas; con los actuales tampoco anda lisonjero: de un poeta del que no da nombre se limita a poner en solfa sus lecturas y ―algo muy grande― llama en busca de apoyo al “tirano SotoIvars”. Otro día, tal vez, hablemos de Soto Ivars, the original, pero no será aquí. Lo que parece estar declarando Daniel es que aspira a un lugar propio entre los de su edad y que eso le basta, a ver si va a ser el único de los jóvenes que no pueda venir “a llevarse la vida por delante”. Si nos atenemos a las citas que abren cada capítulo, tal vez tengamos una lista de amores literarios confesos ―Hamsun, Carrère, Patricio Pron, Pessoa, Capote, Perec, etc.― pero, por si había dudas, declara una cierta predilección por lo que él denomina “una posible tríada de ídolos posmodernos”: Bolaño, Casavella y D. F. Wallace. El conjunto de toda esta línea discursiva refleja una tensión similar a la que ya hemos visto en su desastrosa vida social: la de un hombre inteligente en busca de su lugar en el mundo.
Abrir fuego con una novela así catapulta al autor a un nivel de atención mediática considerable, y eso lo vamos a constatar en los meses por venir. El contrato lo obliga también a seguir justificando la expectación despertada, y eso a Daniel Jiménez no se le debe ocultar. Es inteligente, domina los mandos, tiene una excelente visión periférica del oficio. En contra suya está el carecer de nombre anglosajón ―lo que da un margen de prueba/error generoso―, y acaso haber optado por la autoficción que, pese a la profecía de Henry Miller de que “la literatura del S. XXI será autobiográfica, o no será”, parece ir perdiendo favor del público. En todo caso, la “Cocaína” de Daniel Jiménez es de excelente calidad, y debe administrarse a placer. No tardaremos en darle otro toque telefónico para reclamar más en cuanto ésta se nos acabe.

Santiago García Tirado
Soñó con llevar subliminalmente en su DNI una cifra capaz de avivar el deseo, pero llegó al mundo en 1967, con dos años de antelación para la fecha correcta; desde entonces no ha hecho más que constatar que siempre estuvo (contra su voluntad) en el tiempo equivocado para ser cool. Con empeño, y en contra de la opinión de las hordas hipsters internacionales, ha llegado sin embargo a crear la web PeriodicoIrreverentes.org, y colaborar en Micro-Revista, Sigueleyendo, Quimera y Todos somos sospechosos, de Radio 3. Sus últimas obras de ficción son “Todas las tardes café” (2009, relatos) y “La balada de Eleanora Aguirre” (2012, novela). En 2014 verá la luz su novela “Constantes Cósmicas del Caos”, con la que espera coronar su abnegada labor en beneficio de la entropía universal.