Juan Carlos Méndez Guédez
Cuando el noir se hace un bolivariano
Texto Santiago García Tirado
Foto Lisbeth Salas
La había recorrido anteriormente con Los maletines, y ahora Juan Carlos Méndez Guédez (1967) vuelve al caos y la confusión de Caracas con “La ola detenida” (Harper Collins), una narración en clave noir sembrada de minas con régimen bolivariano al fondo. En esta ocasión Méndez Guédez, fiel a los cánones, plantea una misión, contrata detective -femenino-, y pone ante ella todo un elenco de personajes desquiciados, pistas enmarañadas, mentiras, giros inesperados, salidas en falso y más de una escena tórrida de la que nunca saldrá como se espera.
Para empezar, Magadalena Yaracuy no es una detective al uso; Méndez Guédez tampoco es un negro convencional. Recordemos que hablamos del autor de “Arena negra”, “Chulapos mambo”, “Tal vez la lluvia”, “Una tarde con campanas” o “El libro de Esther”, lo que se puede traducir como una magnífica promesa de que en “La ola detenida” uno se va a encontrar mucho más que un enigma seguido de dosis generosas de acción.
Un thriller, y en Caracas. Parece que últimamente ocurren muchas cosas en Caracas.
En efecto. Caracas es una ciudad –como dicen las abuelitas en Venezuela– muy acontecida. Pasan muchas cosas. El día a día de un caraqueño parece una novela en sí mismo: se despierta, no hay agua, quizás hay electricidad, o no hay electricidad; ve que no tiene efectivo para pagar el taxi, y busca otro medio de transporte; llega al trabajo y descubre que tiene que comprar una medicina, pasa toda la mañana buscándola; luego va a comer, y su sitio habitual no está abierto. Vamos a tener un mediodía, y lo que ya tenemos es una persona sobrecargada. Una novela triste. Y luego, sus picos de violencia extrema, que la ciudad los tiene. Es una ciudad donde pasan muchísimas cosas, desde lo sublime hasta lo terrible. En cuestión de una o dos horas puedes haber vivido cientos de climas humanos.
Y por si le faltaba algo, ahora, también, centro de la política mundial.
La Caracas que yo conocí era una ciudad cosmopolita, con personas venidas de todas partes del mundo, con muchas biografías. En los 50 era posible que en la mesa de una pensión estuviesen desayunando –sin hablarse, a lo mejor– antiguos nazis, antiguos perseguidos de los nazis, republicanos, gente de Falange… Toda esa Europa que había pasado terribles guerras había coincidido allí en búsqueda de una vida que borrara la anterior. Ahora ha sufrido una mutación y es una especie de infierno. Esos dos escenarios son parte de lo humano, y un escritor debe reflejar una cosa y otra. Ambas fotografías son necesarias, y por eso me ha interesado trabajar también esta nueva faz, donde también se ha citado en el centro de la política.
Venga, ya que estamos, termina de dibujar esa Caracas que se ha situado en el centro mundial de la política.
Pues sí, estamos en el centro, y te diría que allí se está escenificando peligrosamente el futuro, es decir, la lucha entre el militarismo y el gobierno de los civiles. Los países de Latinoamérica tienen que saber que es un fantasma que está siempre allí, y Venezuela es el triste escenario donde ha irrumpido la resolución más siniestra de este dilema.
Y supongo que ahí está la clave para comprender el abigarramiento de personajes y espacios y relaciones que en la novela se levantan como un laberinto engañoso. ¿De verdad se trata de la realidad, o es la fantasía de J. C. Méndez Guédez?
Yo creo que la ciudad me condujo. La ciudad y la realidad del país. Estuve hace poco en un evento de novela negra en Caracas y el escritor Marcos Tarre empezó a hacer una enumeración, que yo no puedo repetir con su brillantez, donde él iba explicando cómo los distintos tipos de violencia que se han vivido en el mundo –la alianza política de Chile y Argentina, la violencia de facciones del narco y guerrilla de Colombia, la violencia de estado en Perú, los escuadrones de Brasil…–, todos, están en Venezuela. Por lo tanto es muy difícil reflejar la carga de violencia que hay aquí, porque tiene rostros muy variados. Y yo me dejé llevar por ese abigarramiento de la realidad, ese no saber nunca de dónde puede salir el disparo.
Sí, eso se experimenta leyendo la obra: nunca sabes quién es amigo, o quién traidor, o de dónde va a salir la próxima bala.
Eso es porque hay gente que puede tener hasta dos o tres rostros distintos, incluso hay gente que ya ni sabe para quién trabaja, para quién hace su labor de violencia. De hecho, uno de los retos que tuve era trabajar una cierta economía, en relación con el objetivo que me había marcado. Hay un pequeñísimo momento de la novela en el que los personajes pasan al lado de una cárcel, y están los presos que controlan la cárcel –cosa que sucede en Venezuela– con armas de guerra disparando al aire porque ha muerto uno de sus líderes. Sólo eso da para una novela entera, pero si yo me hubiera centrado en ello era desviándome de la historia central que yo quería explicar. Ocurre que tienes que segmentar la realidad venezolana, si quieres hacer un producto narrativo eficaz, porque en Venezuela ocurren demasiadas cosas a la vez. En mi novela intentaba no perder el rumbo, porque allí los laberintos son infinitos. Está la violencia del estado, la violencia militar, pero también hay agendas propias –algunas las intuimos, algunas las conocemos… otras las desconocemos por entero–, y es así porque es un país con mucha opacidad.
Pues no menos múltiple es la protagonista: a veces, un personaje tierno, a veces, una depredadora, una mujer dolida o una mujer de hielo. ¿Cuánto tiene, entonces, Magdalena Yaracuy de venezolana real?
Yo conozco a esa Magdalena Yaracuy, mujeres que se parecen bastante a ella en muchos aspectos. Como personaje literario, la construyo juntando dos o tres personas con una pizca de imaginación, pero sí conozco ese tipo de mujeres batalladoras, mujeres fuertes, que tienen que sobrevivir de cualquier manera. Magdalena Yaracuy es marialioncera, experta en armas, en defensa personal… En la realidad es difícil encontrar una persona que reúna todas estas características, pero esa es la maravilla de la literatura, que nos ofrece personajes que pueden condensar muchos aspectos de lo humano.
El personaje ideal para una novela negra.
Las novelas que a mí me gustan son las que tienen un personaje que me resulta seductor, poderoso, alguien a quien yo quisiera conocer, y cuando me planteé este tipo de historias primero tuve al personaje. Yo sabía que Magadalena Yaracuy era detective y era bruja, y ahora sólo tenía que conseguir una historia entre la que ella pudiera moverse con sencillez. Para mí, lo primero fue llegar a ella. Entiendo que algunos de los maestros del género dijeran que no valía usar artes sobrenaturales para investigar, pero a mí me parece seductor saltarme esa norma. Además, la brujería marialioncera, de la que ella forma parte, es una religiosidad muy poco conocida.
Y a eso iba, aunque sospecho que el lector medio identificará a María Lionza con la santería, que es lo que conocemos por aquí.
Es una religión bastante reciente, documentada desde hace apenas unos cien años. Tiene como deidad máxima a una mujer, que es María Lionza, que está montada sobre una diosa que venció a una serpiente.
Suena a mito africano.
Es una mezcla. Algún investigador, como Antolínez en los años 30, lo ubicaba más bien como un mito prehispánico, una deidad amazónica, pero hay quien está diciendo que es una Diana cazadora, una mujer que controla la naturaleza. Me resultó un proceso muy bonito porque, al ser muy reciente, se ha ido configurando, y he visto cómo mutan las leyendas, cómo expulsan a María Lionza, y ésta se apoya en una serie de cortes espirituales vinculadas a la historia de Venezuela, y vinculadas también al mundo pop. Fíjate: una de las cortes más famosas es la Corte Vikinga, que surge de un cómic que estuvo muy de moda allá. Y la vestimenta que suele utilizar la Corte Indígena es más parecida a la de las películas del oeste que a la de los indígenas venezolanos. En los ritos marialionceros que yo viví en mi infancia y adolescencia había un tabú, un límite muy claro: a los animales no se les puede dañar. Nos decían incluso que tuviéramos cuidado –porque traía mala suerte– con pisar las hormigas, y no había ningún ritual que pudiera incluir el sacrificio de animales, y ahí hay una diferencia importante con lo que es la santería. En los altares se pone leche, frutas, velas, era, no sé cómo llamarlo, vegetariano, ecológico, y había la leyenda, cuando íbamos a la montaña, de que los animales se acercaban en la noche y que pasaban por en medio de la gente sin ningún temor, y nadie debía tener miedo de ellos ni ellos de las personas. Ya en la madurez me reencontré con esa parte de mi vida, una religiosidad muy popular que estaba estigmatizada. No podías decir que ibas a Sorte; aunque luego te encontrabas en Sorte con gente que tampoco lo decía. Eso me hizo recordar a Jorge Amado, que habla mucho de las religiones autóctonas que hay en Bahía, y pensé que probablemente me gustaban sus novelas porque me recordaban algo que yo podía contar. Y así decidí hacer novela negra introduciendo este elemento novedoso.
No sé quién te dijo aquello de que conviene vedar la entrada a adivinas y ritos sobrenaturales, porque es un logro de la novela. Y ocurre otro tanto con ese poderío sexual de la protagonista, y del que ella es muy consciente.
Claro, yo quería hablar de una mujer del S. XXI, y hay muchos tipos de mujeres, una variedad que los discursos sexistas del pasado trataban de reducir. Pero yo fui criado por mujeres, crecí al amparo de mi madre, mis tías, mis primas… y las escuché hablar muchísimas veces, a ellas y a sus amigas. Y todavía hoy en día las mujeres suelen conversar conmigo y contarme muchas cosas, y me resulta interesante, cuando hablan sin tapujos, que te hablan de cosas que no tienen que ver con la imagen de la mujer como ser pasivo que está esperando que el hombre se acerque. Lo que vive allí Magdalena en cuanto a sensualidad, rechazo incluso a la vida de pareja tradicional, son cosas que yo he escuchado, que me han contado, y están ahí porque, en alguna ocasión, alguna mujer me relató una historia. Y esas cosas me parece necesario visibilizarlas. Yo presento aquí estas guerreras que quieren devorar el mundo y a veces son devoradas por él, pero se defienden con dientes y uñas.
¿Te sientes más cómodo en estas novelas de tantísima acción, con una trama que corre como atizada por una corriente de alto voltaje, o en la novela, digamos, de tipo más literario?
Yo me siento cómodo en la mudanza. Me siento cómodo escribiendo esta novela, y luego el libro que saldrá en 2019, “Los libros del maíz”, que saldrá en Páginas de Espuma, un libro de cuento fantástico, donde vuelvo a María Lionza con una visión totalmente distinta, mítica, poética. Me siento cómodo mudando de registro en cada libro. Me gustó escribir esta novela, pero no me imagino escribiendo siempre este tipo de novela. Tengo otros proyectos, una novela artúrica que ocurre en un barrio popular de Caracas, tengo otra idea de aventuras sobre los canarios que huían a Venezuela en veleros en el año 48… Son novelas muy diferentes, y me gustaría escribirlas todas, por eso te digo que me siento cómodo en la mudanza.
Como venezolano lo que no te veo es escribiendo una novela de ritmo británico.
Creo que me costaría, y mira que me gustan. Me encanta el humor británico, esa flema, esa sobriedad, y lo disfruto, pero no son tonos que fluirían con naturalidad dentro de mí. Yo trato de escribir con honestidad en la voz que yo tengo, que es la voz de una persona de un barrio humilde de Caracas, que venía a su vez de otra ciudad, nieto de agricultores, y que en un momento dado empezó a escuchar a Bach, sus conciertos de cello, y se quedaba fascinado. Esta mezcla entre reggaetón y Brahms está en mí. Esto, que a alguna gente puede chirriarle, para mí es natural, y es honesto contarlo de esa manera. Pienso, por ejemplo, en la obra de Bryce Echenique, de la que decían “pero qué obra tan burguesa, de niños ricos”. ¡Pero es que es lo que él había vivido! Como Vargas Llosa, que a lo mejor tenía una mirada distinta sobre otras capas de la sociedad peruana. Creo que el escritor tiene que saber dónde está, y desde allí crecer.

Santiago García Tirado
Soñó con llevar subliminalmente en su DNI una cifra capaz de avivar el deseo, pero llegó al mundo en 1967, con dos años de antelación para la fecha correcta; desde entonces no ha hecho más que constatar que siempre estuvo (contra su voluntad) en el tiempo equivocado para ser cool. Con empeño, y en contra de la opinión de las hordas hipsters internacionales, ha llegado sin embargo a crear la web PeriodicoIrreverentes.org, y colaborar en Micro-Revista, Sigueleyendo, Quimera y Todos somos sospechosos, de Radio 3. Sus últimas obras de ficción son “Todas las tardes café” (2009, relatos) y “La balada de Eleanora Aguirre” (2012, novela). En 2014 verá la luz su novela “Constantes Cósmicas del Caos”, con la que espera coronar su abnegada labor en beneficio de la entropía universal.