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"One Hit Wonders"
Diez autores a una novela pegadosMientras se paseaba por todos los Estados Unidos convocando rituales de iniciación al LSD, Ken Kesey alcanzó la completa convicción de que hay una historia arraigada en cada persona, una y nada más que una novela en cada alma. Fue una época de revelaciones, lisérgicos discursos y depravación asistida, una época en la que la deriva de un autobús escolar pintado de fosforito se convirtió en su rutina y, por eso, nunca se sabrá si Kesey llegó a esta conclusión como pretexto para no tener que volver a escribir nada más después de “Alguien voló sobre el nido del cuco”, para exculparse por sus futuros fiascos literarios o como la mera expresión de una alucinación pasajera.
En caso de que sea cierto, está claro que la mayoría tienen su historia demasiado escondida. Algunos son capaces de encontrarla y ponerle palabras. Unos pocos incluso sucumben a la misma y se convierten en sus víctimas. Otros, simplemente, se dedican a sodomizarla hasta que no da más de sí.
Para hablar de estos últimos ya están sus antologías, sus obras completas y los adeptos que esperan horas por su autógrafo en las ferias del libro. Sin embargo, hoy es el turno de recordar a los otros, a todas esas balas perdidas que prefirieron iluminar al mundo con una sola novela o que no fueron capaces de repetir la brillantez de su obra maestra.. Por Brais Suárez
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John Kennedy Toole
En una escala de esclavos de esa historia vital, John Kennedy Toole es el primero con diferencia. No solo se dedicó a servirla en cuerpo y alma, sino que le entregó su vida. Después de escribir con 16 años “La Biblia de neón”, que ni tan siquiera intentó publicar, emprendió una prometedora carrera académica que dio sus primeros tumbos en cuanto conoció a Ignatius Reilly, el delirante protagonista de “La conjura de los necios”. Compartiendo taras y obsesiones con él, la salud de Toole se fue deteriorando a medida que se frustraban sus esperanzas de publicar lo que él consideraba una obra maestra. A los 32 años, una manguera enchufada al tubo de escape de su coche ahogó sus ilusiones y nunca llegaría a recoger el Premio Pulitzer de 1981, poco después de que la insistencia de su madre llevara “La conjura…” a las imprentas.
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J.D. Salinger
Mientras Toole representa la devoción, Salinger encarna la condena. “El guardián entre el centeno” fue para él algo así como “Nevermind” para Kurt Cobain, una abominación malinterpretada por la plebe de la que se arrepentiría toda su vida. La sonrisa de anuncio moldeada por su buena familia y brillantes estudios fue cambiando a su vuelta de la Segunda Guerra Mundial. “El guardián…” acabó por convertirla en la mueca de un ermitaño inaccesible que, pese a todo, jamás dejaría de escribir. Lo turbador de sus relatos conocidos es, posiblemente, la aproximación más nítida de lo que verdaderamente inquietaba al escritor neoyorquino.
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Harper Lee
A diferencia del resto, Harper Lee tuvo dos historias pero solo escribió una. La primera se la dejó a Capote después de haber compensado la empatía de la que este carecía para acercarse a los personajes de “A sangre fría”. Fue una sensibilidad que, a efectos prácticos, reaccionó ante el éxito del mismo modo que la de Salinger: después de regocijarse en el éxito de “Matar a un ruiseñor” durante un año, Lee se sintió abrumada al recibir el Pulitzer en 1961 y se desmarcó de la vida pública. Por si fuera poco, la esencia crítica y las reminiscencias de una infancia desconcertante que revivía en la obra se desvirtuaron un año más tarde con la farándula de la película, los tres Oscar, Gregory Peck, Robert Mulligan…
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Jack Kerouac
Con el líder Beat se intuye una relación más ataráxica entre dominante y dominado. Él no solo convirtió su historia en novela, sino que también la vivió. Kerouac supo unirse a su enemiga para llevársela de la mano “En la carretera” e inaugurar así una especie de estilo de vida tan buenrollista como su prosa espontánea, como él la definió (kickwriting, en inglés). De la misma manera que nunca llegó a diferenciar entre prosa y poesía, su vida osciló entre la locura y el descalabro, cuyo atisbo de coherencia quedó plasmado en “Y los hipopótamos ardieron en sus propios tanques”, que escribió junto a su compañero de fatigas William S. Burroughs.
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Ken Kesey
Inspirado por Kerouac, Kesey acabó de moldear el estilo de vida Beatnik, pero la historia de “Alguien voló sobre el nido del cuco”, resultado de sus años como enfermero en un hospital psiquiátrico, caló mucho más hondo que las perrerías que compartió junto a sus Alegres Bromistas a lo largo de un recorrido trazado por los caprichos del LSD. Suya fue la idea del “cada uno con su historia”, así que no podía faltar en esta lista, pero, a decir verdad, su “Sometimes a Great Nation” fue el auténtico detonante del estroboscópico periplo a lo largo del país desde San Francisco hasta Nueva York, donde tenía que presentar esta segunda (y no muy exitosa) novela.
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Bram Stoker
La pamplina de no tener más que una historia, pese a todo, no fue cosa de la falta de geometría y teología que achacaba Toole al siglo XX, y ya en el Dublín del XIX hubo dos visionarios que, aun habiendo escrito lo suficiente como para parar un tren, vieron la gloria con una sola novela. Uno fue Bram Stoker, que, con “Drácula”, alzó al conde Vlad Tepes a la figura de mito entre el resto de novelas mediocres que siguió escribiendo hasta su muerte en 1911. El otro, Oscar Wilde, afirmó que precisamente esta era la “novela más hermosa jamás escrita”.
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Louis-Ferdinand Céline
Claro que por aquel entonces todavía no se había publicado “Viaje al fin de la noche”, porque el veredicto de Wilde quizá se hubiera decantado por las penurias de Bardamu a través de la Primera Guerra Mundial, las colonias francesas y la industria de Nueva York y Detroit. No solo fue una novela única, sino que también lo fueron su amargura, lo trepidante de su lenguaje, su crítica y su desesperación, que acabaron por hacer de Céline un referente para Bukowski, Sartre, Henry Miller, Burroughs o Kurt Vonnegut. Otro ejemplo, por otra parte, de hasta qué punto estas historias únicas se diluyen en la vida de sus escritores.
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Antoine de Saint-Exupéry
Aunque posiblemente se haya contagiado por su etapa en Estados Unidos, Exupéry ayudó a extender esta costumbre de la novela única por Europa. Escribir, escribió tantas palabras como kilómetros recorrió con su avión, pero solo la sensibilidad subversiva de “El Principito” lo llevó a aterrizar en una posición privilegiada en el planeta de los genios. Y no es de extrañar, porque entre acusaciones de colaboracionista, el alcoholismo que estas propiciaron, el accidente aéreo en el Sáhara y algún que otro incidente como el que acabó con su vida cuando volaba sobre el Mediterráneo, no debieron de haber sido el mejor entorno para sentarse ante la máquina de escribir.
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Juan Rulfo
También la lengua castellana cuenta con sus particulares vividores de rentas. Uno de los más representativos, ya no solo por lo emblemático de su “Pedro Páramo” sino por ese característico y personalísimo realismo mágico que encarna, es Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Tanto su primera novela como los diecisiete relatos que componen “El llano en llamas” son una nueva muestra de que las palabras de los escritores poseídos por una historia bailan alrededor de su vida, de su infancia y de sus preocupaciones.
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...y tantos autores de "best seller"
Aunque pueda haber discrepancias sobre si considerarlos o no escritores, la realidad es que no se pueden obviar los grandes best sellers de este siglo, paridos por un desconocido cuyo nombre no suele trascender el del propio libro: John Boyne y “El niño con el pijama de rayas”, Spencer Johnson y “¿Quién se ha llevado mi queso?”, Dan Brown y su interminable letanía sobre los templarios, E. L. James con las “Cincuenta Sombras de Grey”, Diane Setterfield y “El cuento número 13”. Etcétera.

Brais Suárez
Brais Suárez (Vigo, 1991) acaba de estrellarse con su idea de vivir escribiendo aun sin ser escritor. Dos periódicos gallegos se encargaron de dejarle claro que mejor le iría si recordara mineralizarse y supervitaminarse, lo que intenta gracias a colaboraciones esporádicas con algunas revistas y otros trabajos más mundanos que le permiten pagarse su abono anual del Celta y un libro a la semana. Por lo demás, viajar, Gatsby y estroboscopia lo sacan de vez en cuando de su hibernación.