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Kasabian48:13Columbia / SonyBMG 7.3Rock Electrónico
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La primera referencia no es buena: “Nuestro nuevo disco tendrá influencias de Nirvana y Kanye West”, decía Sergio Pizzorno algo antes de publicar el single del último trabajo de Kasabian. Y, claro, cuando “48:13” empieza a sonar, lo hace bajo una especie de paranoia persecutoria en la que Nirvana no acaba de aparecer y Kanye West está al acecho como el Lobo de Caperucita, dispuesto a arrancarnos las orejas. La segunda referencia del disco, su propio título (o sea, su duración), también se antoja bastante poco alentadora en una época en la que la música resultaba una de las pocas vías de escape a este afán constante por medir y acotarlo todo. Parece el nombre de calle cualquiera de una urbanización gigantesca de los USA.
Sin embargo, “48:13”, sin aportar nada extraordinario, sí conserva el extraordinario sonido que hizo Kasabian a Kasabian. La deserción de su antiguo guitarrista, Jay Mehler, que sucumbió a los encantos de Liam Gallagher y sus Beady Eye, y la incorporación de Tim Carter no se dejan notar demasiado, excepto, quizá, por los vacíos que se generan en los episodios instrumentales de algunas canciones. Por lo demás, el disco marcha como marchan las cosas que no tienen mucho sentido. Acompaña al oído como acompañan las nubes a la vista o la brisa al tacto, precisamente porque es una inercia generada con la fuerza del “Empire” o del “West Ryder Pauper Lunatic Asylum” y cuyo desvanecimiento se intuyó ya con el “Velociraptor!”. Limita todavía más la delicadeza de este último y se olvida de la contundencia de sus inicios. Es, no obstante, una extensión del rumbo que está tomando el brit-pop de los últimos años y un buen puñado de canciones incitan a tirarse de cabeza a Glastonbury y sacudir con saltos y gritos cualquier valoración.
Pero la incógnita sobre la presencia de Nirvana y Kanye West sigue presente. Posiblemente, la influencia de los de Aberdeen no se limite a más que a la influencia que han ejercido sobre todo el rock actual y a cuatro interludios bastante poéticos cuyas pausas sensibles dividen el disco en cuatro partes algo más burdas. Empezar con “Shiva” es como dar un paseíto por los lagos de Pokara, para caer de bruces en el estruendo de un concierto una vez empieza “Bumblebee”, cuyo interés será inversamente proporcional al número de veces que se escuche. Mucho más épica resulta “Stevie”, con todos esos coros y estruendos made in Kasabian, pero con unas pausas sutiles y una percusión muy dinámica.
“Mortis” es el siguiente interludio de paz budista, que “Doomsday” interrumpe con la forma más primitiva del grupo de Leicester, con un Tom Meighan a pleno rendimiento y su ritmo convulsivo que vuelve incontenibles a los hombros y las caderas. Con “Treat” llega el experimento más atrevido de este “48:13” mediante una especie de synth-pop no demasiado logrado que, más allá de su estribillo rockero, crea unos vacíos inciertos pero ciertamente pesados. En otro sentido, más por lo fuera de contexto que está que por un mal resultado, “Glass” corta el buen rollo que había alcanzado el disco; eso sí, con una miserable intervención de rap que lo único que consigue mover son las cejas (de incredulidad). “Explodes”, simplemente, no dice nada y deja que se prolongue lo más mediocre de cada canción a lo largo de cuatro minutos de 300 segundos cada uno.
Como culminando sus motivos espirituales, la resurrección llega con “Levitation”, una pasaje medio western que abre paso a la mejor parte del disco sin lugar a dudas. Porque “Clouds” es impecable, totalmente Kasabian, pero es que “Eez-eh” es rotundamente buena. Justifica por completo su elección como single ya que, además de ser característica de un grupo de por sí característico, muestra el mejor reflejo de qué rumbo tomaron Pizzorno y compañía en este nuevo tramo; tres minutos de cabalgadura intergaláctica sobre sonidos y ritmos que, en un par de destiempos, recuerdan a lo más canalla del Prodigy de “Invaders must die”. Escucharla y situarse entre las banderas de Glastonbury es todo uno. Y como para regodearse en la tragedia de que el disco esté llegando a su fin, “Bow” toma un cariz de rock progresivo, con un inicio calmado que apunta hacia lo que se confirma como un final más hermoso que marchoso. Y como no es bueno erradicar los placeres de raíz, “S.P.S.” completa los 48 minutos 13 segundos del disco de una manera más calmada pero igualmente preciosista a modo de nana veraniega que mece nuestra hamaca con suaves coros y guitarras acústicas.

Brais Suárez
Brais Suárez (Vigo, 1991) acaba de estrellarse con su idea de vivir escribiendo aun sin ser escritor. Dos periódicos gallegos se encargaron de dejarle claro que mejor le iría si recordara mineralizarse y supervitaminarse, lo que intenta gracias a colaboraciones esporádicas con algunas revistas y otros trabajos más mundanos que le permiten pagarse su abono anual del Celta y un libro a la semana. Por lo demás, viajar, Gatsby y estroboscopia lo sacan de vez en cuando de su hibernación.
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