MOB CITY
El infierno de Los Angeles
Después de triunfar fracasando, o de fracasar triunfando, con la primera temporada de “The walking dead”, tras la cual fue desalojado del proyecto (no olvidemos que fue la que cimentó la pasión por los zombis catódicos, el resto de temporadas vivió de las rentas dando vaivenes a veces brillantes pero habitualmente rutinarios), Frank Darabont dio un volantazo pasándose al universo de los gangsters. “Mob city” es la respuesta a aquella frustración, y es una respuesta contundente, yéndose al tiempo de la violencia despiadada (Los Angeles, años 40) en la que la vida ajena no valía nada. Lo hace con la misma voluntad de grabar para televisión como si rodara para el cine. Guiones férreos que se toman el tiempo justo y necesario para presentar a los personajes, momentos cumbre en los que poner la olla a presión a tope, personajes descritos por sus acciones más que por sus palabras. Nada innovador, es cierto, su propuesta es sólida, inteligente y tiene instantes soberbios, pero sin alardes ni pretensiones de cambiar la historia de la televisión. De hecho, su fidelidad a los lugares comunes que tan familiares nos resultan gracias a gente como Scorsese o Coppola tiene algo de fervoroso homenaje, muy alejado de cualquier pretensión de ofrecer soluciones nuevas a viejos problemas. Un reparto eficaz sin grandes nombres, una ambientación espléndida y un uso de la banda sonora perfecto como forma de crear atmósferas y desarrollar escenas explosivas (un solo de violín, sin ir más lejos) se alían para que “Mob city” se convierta en una de esas miniseries que no son imprescindibles pero sí necesarias.
El capítulo piloto, como no podía ser de otra forma, es de cinco estrellas. Una matanza para presentar a tres gangsters (entre ellos, Bugsy Siegel, nada menos, pero cuidado que odia que lo llamen Bugsy) y una voz en off que ofrece información tal vez prescindible abren la función, sin que falten sentencias tan propias del género: resumiendo, en el western los buenos llevan sombreros blancos y los malos los llevan negros. En la vida real, los sombreros suelen ser grises. Los diálogos empiezan pronto a crepitar (“necesito un amigo”, “cómprate un perro”) y la galería de personajes asoma la cabeza en garitos de mala suerte, clubs de alterne y barras humeantes. Un protagonista con nariz de boxeador encaja bien el golpe, y un cómico codicioso pone un contrapunto de extravagancia que le sienta bien al conjunto. Jazz, mujeres de labios rojos y mirada negra, sonrisas amartilladas. Está todo lo que hace falta. Incluso un asesinato en un confesionario, que introduce la dosis oportuna de violencia intempestiva. No es una serie muy violenta, al menos en sus primero cuatro capítulos, pero cuando da, lo hace con ganas: un vibrante tiroteo en un tiovivo, una ejecución en el desierto, un tipo sodomizado con una banana… Hay homenajes más o menos explícitos (sobre todo a “Al rojo vivo”, aunque sea a costa de cometer un error, pues la acción se sitúa en 1947 y la película de Raoul Walsh es de dos años después) y, por supuesto, una historia de amor fatal (el amor siempre es una buena excusa para matar a alguien), quién sabe si letal, con rescoldos que se niegan a apagarse. Y no faltan las matanzas con espaguetis en el plato, los callejones humeantes y el humor negro, ni los hombres evocadores (Jasmine…) ni Sinatra poniendo mortaja musical a un asesinato. Hay corrupción, sádicos con una Thompson y venganzas sin piedad. Y un poco de lío argumental para que no haya distracciones, como mandan los cánones. Los cañones, perdón.