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LAST DAYS
Gus Van Sant
Estados Unidos, 2005 8,8
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Un entramado de troncos y ramas hiere en diversas direcciones el plano inicial del film. “Victoire”, cantan unas voces de opereta mientras una pequeña figura, pantalón de chándal rojo y camiseta antaño blanca, aparece por la derecha de la imagen, se detiene brevemente, continúa atravesando el rasgado lecho de hojarasca. La cámara sigue ahora en panorámica su avance decidido y, al desvanecerse la música, descubrimos que el personaje está hablando consigo mismo, farfulla bosque a través sin que logremos comprender el ochenta por ciento de lo que dice. El sonido de sus pisadas se ve entonces anulado por un bullir de agua. El personaje desciende por una cañada como buenamente puede, resbala hasta alcanzar el arroyo, se desnuda y se zambulle en calzoncillos y Converse para alcanzar la otra orilla, donde se sienta, primero, y pasa a orinar de espaldas al espectador. De nuevo las pisadas, tercer corte: ha anochecido y la figura se ha adueñado del plano, la vemos alimentar una fogata, sentarse ante las llamas crepitantes, juguetear con la pulsera de ingreso médico que rodea su muñeca izquierda, cantar para sí y, de repente, gritarle al eco del avión que cruza la oscuridad. En la lejanía, unos perros responden a su lamento.
Así van a ser los últimos días de Blake, el trasunto de Kurt Cobain al que da confundida vida Michael Pitt: una sucesión de silencios rasgados por la interferencia y la cacofonía, una huida constante entre la naturaleza y la fantasía de normalidad que proyectará su descascarillada mansión, una dislocación del ser engullido por una existencia ya absurda, a la que sencillamente no se encuentra en condiciones de hacer frente. A partir de los numerosos cambios de vestuario del personaje, Gus Van Sant evidencia el hermanamiento con el caído líder de Nirvana, pero ahí se acaba el ánimo de identificación evidente (las demás referencias, un posible tour, la existencia de una hija pequeña, resultarán más sutiles, aunque quien desee unir los puntos no experimentará tampoco grandes complicaciones para hacerlo). Quizá por la amistad que en 2005 le unía a Courtney Love y un consiguiente ataque de pudor creativo, quizá por mera ansia de sublimación, el realizador erige el cierre a su “Trilogía de la muerte” (tras “Gerry”, cuyos protagonistas también caminaban -literalmente- hacia la violencia contra sí mismos y la muerte, y “Elephant”) a partir de la fragmentación y el impresionismo, exprimiendo la banda sonora, unos estudiadísimos movimientos de cámara, una delicada labor de composición del encuadre y un montaje diacrónico para extraer un contenido eminentemente sensible, subjetivo, en detrimento de la información que el guión (contexto, personajes y diálogos) sustentaría en un relato de corte más tradicional.
Las dos parejas que conviven con Blake, sin ir más lejos, tienen como principal cometido hacernos partícipes del carácter no lineal de la narración, del modo en que la acción regresa sobre sí misma en bucles posiblemente similares a la forma en que percibe la realidad un cerebro dañado o enfermo. Y en ese delirante eterno retorno (hecho añicos, claro está, por el suicidio que hemos anticipado desde el conocimiento de la historia y el título mismo) cobran particular vigencia el teléfono que resuena en la casa vacía, las campanadas lanzadas por una iglesia inexistente, el dar la hora de varios relojes con carillón. Si, además, las conversaciones se hallan voluntariamente presididas por la banalidad, sólo la música puede erigirse en refugio. La hay de mero acompañamiento (el clip de Boyz II Men con el que Blake logra quedarse dormido), la hay prefiguradora (ese “Venus in furs” doblementerecitado) y la hay, sobre todo, catártica y cruda, expresada a través de dos secuencias memorables (1) en las que sendas composiciones del mismo Michael Pitt nos abocan al misterio del proceso creativo, aquí crepuscular, si no sencillamente oracular, desde el desconcertado dolor que transmiten y que a la vez contribuyen a encauzar.
Es el de Van Sant, en definitiva,un hermoso ejercicio de estilo, en cuanto se halla plenamente al servicio de lo que cuenta y, a poco que uno comulgue con él (2), emociona en la misma medida que fascina. Sorprende, además, la búsqueda de una válvula de escape cómica para la gravedad de la historia y la afectación mesiánica de que podría haber hecho gala, efecto notablemente conseguido a través del lenguaje corporal de Blake y las visitas del comercial de Páginas Amarillas y la pareja de mormones que comparten nombre (3). A la vez, ese espíritu indie aboca al único pero: alguna secuencia, evidentemente improvisada, acaba durando más de lo necesario, mientras que Kim Gordon (4) no dispone de la solvencia interpretativa para dar volumen a su personaje, la ejecutiva discográfica que, cual sosias moral de Courtney Love, afea a Blake su carácter de cliché de estrella del rock para a continuación fracasar en su empeño de salvarlo. Y, mientras el epílogo muestra desde el minimalismo marca de la casa la sensación de orfandad en que nos sumió la muerte de Cobain (5), las preguntas que todos nos hicimos permanecen en el aire, pues nadie hay en condiciones de responderlas, pero se ven acompañadas, al menos, por la reverberación de una experiencia fílmica sin par sobre una mente rota y condenada al desastre.
(1) La primera, un travelling que se aleja lentamente de la ventana de la mansión tras la que Blake se revela hombre orquesta; la segunda, en un plano fijo con el protagonista tocando la guitarra en una esquina de su estudio, parapetado tras la batería, frente a la espléndida metáfora que esgrime un sillón vacío.
(2) El film presenta en Imdb una valoración de 5,7 sobre 10, señal de su carácter esquivo y ajeno a lo que en él posiblemente haya buscado la mayoría de fans de Nirvana.
(3) Quizá a esa voluntad quepa adjudicar también el plano más discutible de la película, aquél en que el espíritu de Blake abandona su cuerpo para escaparse trepando por la pared.
(4) No se trata del único miembro de Sonic Youth adscrito al proyecto, ya que Thurston Moore ejerció en él de asesor musical.
(5) Cuán maravillosa, la expresividad propia de manga que proyectan los ojos de Lukas Haas tras los cristales de sus rotundas gafas.

Milo J. Krmpotic’
Milo J. Krmpotic’ debe su apellido a una herencia croata, lo más parecido en términos eslavos a una tortura china. Nacido en Barcelona en 1974, ha publicado contra todo pronóstico las novelas “Sorbed mi sexo” (Caballo de Troya, 2005), “Las tres balas de Boris Bardin” (Caballo de Troya, 2010), “Historia de una gárgola” (Seix Barral, 2012) y "El murmullo" (Pez de Plata, 2014), y es autor de otras tres obras juveniles. Fue redactor jefe de la revista Qué Leer entre 2008 y 2015, y ejerce ahora como subdirector del portal Librújula. Su firma ha aparecido también en medios como Diari Avui, Fotogramas, Go Mag, EnBarcelona, las secciones literarias del Anuari de Enciclopèdia Catalana…