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Marc Ribot en Jamboree

13/05/2017, Jamboree, Barcelona

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Sergi de Diego Mas

Fotos Javier Burgueño

 

 

Hay personajes enigmáticos que parecen extraídos de fábulas cuya realidad es mucho más temblorosa que en las adaptaciones azucaradas narradas por Walt Disney. Son entonces cuando esas fábulas se confunden con la verdad. La presencia de Marc Ribot (New Jersey, 1954) parece extraída de otra dimensión: gafas caídas, americana descuidada, cabello blanquecino y disperso, y un andar veloz que traza nerviosas líneas psicogeográficas por diminuto que sea el espacio (la Sala Jamboree, en el subsuelo de la Barcelona más mítica). Hay seres especiales, y Marc Ribot es uno de ellos.

 

En el último año y medio hemos tenido la suerte de disfrutarlo en diversas ocasiones en Barcelona, también en solitario en esta misma Jamboree, o con sus Ceramic Dog en formato trío-hard, o con The Young Philadelphians, siempre apariciones inquietas, mostrando las múltiples aristas de alguien cuya mera epidermis es una difícil barrera a su hiperactiva capacidad de expresión. De ahí también surgen, seguro, las leyendas urbanas sobre su carácter difícil y explosivo, pero estamos hablando de un músico múltiple que más allá de sus millones de proyectos ha colaborado con John Zorn, Tom Waits, Elvis Costello o Arto Lindsay. El sonido peculiar de obras maestras de Waits como “Rain dogs”, “Franks Wild Years”, “Mule Variations” o “Real Gone”, le deben mucho a esa incómoda creatividad.

 

La doble sesión noctámbula ofrecida en Barcelona fue hipnótica y distinta: los asistentes se aislaron del mundanal ruido existente en la superficie para observar, en un primer pase más abstracto y difuso, cómo el rostro de Ribot, en continuo contacto con el cuerpo de su guitarra acústica (preciosa y gastada, seguramente con nombre, con muchas historias escritas en sus cuerdas), se relajaba, aislándose de sus entuertos, meciéndose en el sonido, siendo uno: ella, él y nosotros.

 

El concierto tuvo algo de una experiencia espiritual, mística, inmersiva e intensa, temas desarrollados de forma abierta en los que sólo cantó ocasionalmente, ligeramente tristes y reivindicativos, pero siempre abrumadores emocionalmente.

 

La guitarra acústica de Ribot ni siquiera parecía amplificarse mucho, lo que le dio a su actuación un ambiente más personal si cabía: la histórica sala Jamboree era la elección perfecta, a pesar que a mitad del primer pase, un Ribot más relajado nos hiciera sonreír al levantar la mirada y decir, con careta de preocupación engañosa “Me tendrían que haber avisado que iba a tocar en una sala de jazz”; alguien desde el público dijo contestó “We like music!”, a lo que el guitarrista contestó “¿Música? ¡Oh, dios mío!”.

 

A ese ambiente parecía ayudar el acomodo sobre el escenario, con su guitarra, el sonido como ansiolítico pacificador. Esa comunión fue in crescendo durante el primer pase hasta desembocar en un segundo pase especial y magistral en el que sus dedos se hundieron mucho más en las raíces históricas del blues, con composiciones que deseaban ser interminables (como las fábulas) que nos trasladaron muy atrás en el tiempo (y en el lugar, pues son espacios que no sé si tendrían cabida en este siglo 21): la intimidad y la sencillez de ese sonido despojado de todo aditivo consiguió absorber a la audiencia, ya ausentes del resto de misterios, en un claro y personal homenaje al crisol musical que es la americana, a las variadas tradiciones y culturas, una preocupación al recordar el peligro en el que nos encontramos, inmersos en una actualidad de noticias en 140 caracteres, tanto estadounidenses como todos, comprensiblemente ansiosos por el futuro de identidad y diversidad cultural.

 

Fue un pase conmovedor, maravilloso, una actuación que encapsulaba perfectamente los suaves sentimientos de un hombre que adora la música casi tanto como a él sus seguidores, muchos o pocos: aunque él no se deje, conformándose con poder tocar el cuerpo de esa guitarra cada una de las noches que le quede a este mundo.

 

Un privilegio.

 

 

Sergi de Diego

Melómano compulsivo y urbanita adicto a YouTube. Ha escrito “E-mails para Roland Emmerich” (Honolulu Books, 2012) pensando en J. G. Ballard y los próximos cinco minutos. Sus películas favoritas son “Annie Hall”, “Mulholland Drive” y “Tiburón”. Padece ataques de nostalgia al recordar “Los 4 Fantásticos” de John Byrne. Le gusta repetir que “El final del verano es el principio de los conciertos”. Forma parte del colectivo DJ The Lokos. Es fan de Roy Orbison y Sonic Youth. Lo puedes encontrar en su blog, Interferncia Sónica