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La canción de amor de...

Teddy Wayne

Blackie Books

7,1

404 págs.

22,90 €.

Brais Suárez

 

Como un gancho de izquierda salvaje. Así alcanza Teddy Wayne al lector, sin el menor cuidado, con el segundo gran K.O. literario de su carrera, tras la brillante “Kapitoil”. En cuanto empieza a sonar, “La canción de amor de Jonny Valentine” resulta tan adictiva como las rimas estúpidas y los ritmos pegadizos con los que su protagonista –un clon de Justin Bieber– deja de ser un niño normal para convertirse, en sólo dos años, en una estrella del pop preadolescente y arrasar, contratos comerciales mediante, con el poco gusto musical que millones de niñas pudieran aspirar a tener. Desde ese primer concierto en Las Vegas, el libro nos traslada durante una gira de estadios que terminará en el Madison Square Garden de Nueva York a través de un mundo de kilocalorías, cazadoras de plástico, música sin músicos y gomina. Día a día, concierto a concierto. Y de la misma manera, capítulo a capítulo, se yergue “La canción de amor…”como una novela generacional, como una guía con la suficiente perspectiva o experiencia como para seleccionar, entre la saturación de estímulos cotidianos, todas esas pequeñas piezas que acaban por determinar la deriva de una época.

 

Algunos personajes secundarios, tan marginales y “prescindibles” para la novela como para la atención mediática real, van desfilando como el contrapeso que todo juego de contrastes requiere. Un grupo de rockeros con ínfulas hipsters, un guardaespaldas tan campechano como un Borbón, una profesora sensible y culta, una madre a punto de corromperse por los contratos… Y siempre, de fondo, la incógnita de una figura paterna tan incierta y oscura como el pasado mediocre de Jonny.

 

El mérito de Teddy Wayne es que, al contrario de todo ese despropósito de focos, gominas y chillidos de niñas que va ridiculizando, consigue ir más allá para trascender estereotipos y trazar un conjunto de personajes capaces de arrancar un bufido despectivo, una carcajada o hasta una lágrima de ternura y asombro. Del mismo modo que los yonquis de “Trainspotting” deambulaban por los abismos de la droga sin llegar a perderse, Jonny, Jane, Walter, los Latchkeys y todos los demás coros de “La canción de amor…” vagan por un sistema que ellos representan pero no manejan. Quizá como víctimas, pero siempre conscientes y sin el sentimentalismo de espíritus a los que compadecer, todos ayudan a adquirir el enfoque que nosotros, los normales, no llegamos a sospechar desde el otro lado de la pantalla o del escenario. Así se adentra la historia, también, en los reductos más oscuros e inimaginables de la industria discográfica, el espectáculo, la publicidad e, incluso, la psicología de masas.

 

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Después de haber concebido la falsa biografía de una estrella de pop juvenil para un monólogo cómico, Wayne se percató de la seriedad del tema y fue capaz de indagar en la profundidad de un fenómeno crítico. Lo consigue, igual que en “Kapitoil” logró explicar a América la gestación del 11-S a través de los ojos de un musulmán, dándole la vuelta a la tortilla y situando al espectador precisamente delante de la cámara, bajo los focos y rociado de maquillaje. Es un acercamiento inocente que permite ir descubriendo una realidad donde, como en una guerra, la trascendencia de los acontecimientos es tanto más incomprensible para un hombre cuanto más de cerca participa en ellos. Una aproximación perfilada también gracias a la narración en primera persona de un personaje que, aun siendo el centro de atención, se sobrepone a la antipatía que un pseudo-Justin Bieber pudiera suscitar en el lector merced a su naturalidad, resignación y sencillez. No en vano se nota que Salinger es uno de los autores favoritos de Wayne, y lo demuestra con una facilidad pasmosa para ponerse en el pellejo de una rara avis y adquirir un prisma opuesto, adaptándose al lenguaje y mentalidad de un individuo que podría ser real pero no lo es. Y, una vez más, también, pese a lo que pueda parecer, es fiel a su gusto por “las historias con protagonistas humildes, dedicados con tenacidad a alcanzar un objetivo que para ellos es importante”, lo que conduce incluso a percibir esta obra, pero también el estilo de Wayne, como una recuperación de las clásicas y apoteósicas novelas de aprendizaje.

 

Para completar el puzle de la influencia de Salinger, su personalidad resignada y su vocación de caricaturizar una generación, aparece el cinismo. Jonny es el “niño al que nadie deja ser niño pero al que tampoco le está permitido crecer” (anuncia la contraportada) y en lugar de lamentarse decide afrontarlo para dar lugar a una serie de episodios tan hilarantes como tenebrosos. Detrás de la parodia y el lenguaje de dietas, redes sociales, contratos comerciales, gimnasios y Zenon –el videojuego al que Jonny está enganchado, y probablemente el único aspecto que puede controlar en su vida– se oculta una historia de angustia, incomprensión y soledad.

 

¿Adónde dirige toda esta parafernalia? Pues si la novela de aprendizaje y el cinismo se perfilan como la disposición de Wayne en cuanto al tratamiento de sus personajes, la crítica y la burla de las excreciones del capitalismo más salvaje configuran por completo la reflexión moral de la novela. Exagera, contrasta, satiriza, manipula. En una suerte de ejercicio estructuralista, usa las armas de su enemigo para ponerlo contra las cuerdas, desmontarlo y acercar sus personajes a nuestra orilla, quizás en una tentativa por desmitificarlos y evitar la desquiciante tendencia a imitarlos.

 

De tanto que se esmera en mortificarla, Wayne llega a convencernos de la superficialidad del mundo que crea. Ese mismo mundo del que intentamos a veces escapar cuando abrimos un libro y que, en definitiva, cuando “La canción de amor…” deja de sonar, se puede apreciar con una mirada de buena fe y optimismo.

 

Por si alguien quisiera apreciar todo este cinismo resignado antes de leer su libro, Teddy Wayne se molestó en unirse también aquí a su enemigo:

 

Brais Suárez

Brais Suárez (Vigo, 1991) acaba de estrellarse con su idea de vivir escribiendo aun sin ser escritor. Dos periódicos gallegos se encargaron de dejarle claro que mejor le iría si recordara mineralizarse y supervitaminarse, lo que intenta gracias a colaboraciones esporádicas con algunas revistas y otros trabajos más mundanos que le permiten pagarse su abono anual del Celta y un libro a la semana. Por lo demás, viajar, Gatsby y estroboscopia lo sacan de vez en cuando de su hibernación.

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