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Crónicas IBob DylanMalpaso 9,3276 págs. 22 €. |
Dylan también escribe prosa. Aquí está. Ahora ya pueden seguir rabiando los que desde el Nobel no han parado de pedir que acabe esta pesadilla, que se vuelva a la literatura de salón, la cordura, los metros y patrones, los artilugios de estilo bien catalogados y forrados en cuero añejo, pero lo cierto es que Robert Allen Zimmerman también brilla dándole a la tecla en una narración autobiográfica que encierra placer para rato. Y no sólo para los fans del cantante-y-ya-innegociable-Nobel. La vida de los Estados Unidos en la segunda mitad del siglo pasado atraviesa el relato, saltando de nombre en nombre, casi siempre de intérpretes, pero también de melodías, estilos, voces, toda una biblioteca musical volcada como un impromptu, pero que suena astutamente medida y ensayada. Con esta obra Malpaso recupera la traducción que Miquel Izquierdo hiciera de “Crónicas I“, y completa la arquitectura Dylan, integrada por las “Letras Completas“, y “Tarántula“ –su única novela, y de la que aún tendremos que hablar–. El prólogo en este caso corre a cargo de Benjamín Prado, y el tono cobre de la portada, no sé de quién, pero hay que ver lo que seduce.
El relato arranca en los días en que Robert Allen Zimmerman llega al village neoyorkino de los 60 con la única certeza de su guitarra y de saber que algo iba a hacer con ella. En esa franja temporal rastrea las tendencias del folk siguiendo a sus protagonistas, calle a calle, garito a garito. Con algunos hace buenas migas, con otros simplemente se codea, o los acompaña en el escenario o los adora, sin disimulos. Aquí se encuentra uno de los alicientes del libro: que se puede leer como una enciclopedia musical -y nada desdeñable- de los sonidos que cristalizarán en la música americana actual. Si el ecuador de ese catálogo lo ocupa abusivamente Woody Guthrie, Dylan se encarga de lanzar la sonda más atrás siempre que haga falta, hacia el country, o el blues, hacia los pioneros de la grabación, incluso a aquéllos que sólo podía conocer de oídas, por los relatos que le van haciendo viejos músicos. La lista es extensa, y llega hasta Bono, Ice-T y Public Enemy, pero también incluye referencias a otros más recientes como Wilco –de quienes cuenta cómo aprovecharon en un disco los textos olvidados del olvidado Woody Guthrie–. Dylan se explaya hablando de todos y cada uno, y no padece rubores innecesarios cuando se trata de alabarlos o descubrir lo que de fascinante encuentra en ellos. Si en “Alta Fidelidad”, el protagonista de Nick Hornby no se atrevía a manifestar en público ciertas debilidades mainstream, a Dylan no parece pensarse mucho si debe alabar una voz, o una forma de componer, o un estilo con el instrumento, incluso una belleza frente al público, especialmente si es rara. Declara su devoción por Sinatra Jr., por Roy Orbison, por Harry Belafonte, y siempre con un giro sugerente, por The Beatles –que “ofrecían intimidad y compañía como ningún otro grupo”, afirma–. En consecuencia, hay una forma extensa de atacar estas “Crónicas I” y es, precisamente, con una mano en YouTube pinchando en cada nombre, en cada disco, hasta perderse en el infinito. Leído así, el libro resulta un veneno euforizante, y no dudo que previsto en el plan original del libro.
Los poetas, narradores y pensadores cobran también un protagonismo que tiene visos de argumento. Ninguna cita parece inocente, y todas sin disimulo apuntalan la faceta de poeta culto –y por entonces aún candidato al Nobel– de Bob Dylan. A los filósofos del S. XVIII los lee a su llegada a Nueva York, y de ellos dirán que los sentía familiares, “como si hubieran estado viviendo en mi patio trasero”. De los poetas americanos de renombre destaca lo que él considera el canon de referencia, una curiosa tríada formada por Archibald McLeish, Carl Sandburg y Robert Frost. No olvida citar aquí y allá a los poetas que a priori uno creería sus lecturas de cabecera, la generación Beat, aunque se cuida de no dejar atrás a indispensables como T. S. Elliot, y por supuesto, al poeta que le prestó apellido, Dylan Thomas.
Tiene dotes de buen narrador. Sabe administrar el fragmentarismo, los saltos temporales, la descripción de personajes. En la creación de atmósferas se revela como un consumado impresionista, y no menos certero está en la búsqueda de imágenes, que ofrecen momentos mágicos en la narración. Pongo un modelo: vayan al capítulo “New morning” y lean las primeras páginas, donde hace un boceto rápido de la locura que fueron los años 60 para dar paso a continuación a una de sus grandes crisis, cuando peleaba por sacudirse cualquier aura mesiánica que los medios le fueran atribuyendo. Por esas páginas se mueve a sus anchas un narrador soberbio. Tal vez no lo he dicho, pero es también un maestro de la elipsis. Todo el tiempo va labrando un agujero negro en torno a la que fue una de las presencias que lo marcaron, y sólo en dos ocasiones se aviene a nombrarla: es la sombra de Joan Baez cubriendo la vida de Dylan y sin llenar apenas un párrafo propio en el relato. Lo suyo es el arte de la desaparición. Lo saben los que lo han seguido a lo largo de su carrera, y a día de hoy, lo saben mejor que nadie en la academia sueca. Por cierto, también sus desapariciones –y la necesidad de desmitificarlas– son materia recurrente de estas memorias. Que no hay que perderse, por mucho Nobel que se les rocíe por encima.

Santiago García Tirado
Soñó con llevar subliminalmente en su DNI una cifra capaz de avivar el deseo, pero llegó al mundo en 1967, con dos años de antelación para la fecha correcta; desde entonces no ha hecho más que constatar que siempre estuvo (contra su voluntad) en el tiempo equivocado para ser cool. Con empeño, y en contra de la opinión de las hordas hipsters internacionales, ha llegado sin embargo a crear la web PeriodicoIrreverentes.org, y colaborar en Micro-Revista, Sigueleyendo, Quimera y Todos somos sospechosos, de Radio 3. Sus últimas obras de ficción son “Todas las tardes café” (2009, relatos) y “La balada de Eleanora Aguirre” (2012, novela). En 2014 verá la luz su novela “Constantes Cósmicas del Caos”, con la que espera coronar su abnegada labor en beneficio de la entropía universal.