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La edad mediaLeonardo CanoCandaya 8,2317 págs. 18 €. |
El torrente de novelas que aspiran a erigirse en retratos generacionales ha dado lugar a un género en sí en el que es fácil señalar experimentos fallidos a poco que se echa la vista atrás. Hablo de títulos que periódicamente son saludados con fervor por la crítica y que luego han soportado mal el paso del tiempo, lo que no debería dar pie a asumir que los retratos fallidos deban ser también necesariamente periódicos. Acaba de ver la luz “La edad media”, novela que se presenta como un retrato generacional y es, de hecho, una novela mayúscula. La firma Leonardo Cano (Murcia, 1977) y aglutina razones de sobra para afirmar que con ella arranca una interesante carrera literaria.
A diferencia de otras que literaturizaron el nihilismo como huida frente al acoso de ese espectro denominado “clase media” ―tan real como los ectoplasmas del XIX―Leonardo Cano opta por la murria recalcitrante al retratar a su generación, la que ahora debe andar por los 40 y todavía preguntándose quién la cagó en ese new deal que les había garantizado el estatus de putos amos del futuro. Se trata de la generación que vio desvanecerse la burbuja cuando la tenía a tiro, la que educándose en colegios privados y dándolo todo con el inglés, el Derecho y cuanta oportunidad de negocio viniera a mano pretendía superar la marca que ya habían dejado esos otros triunfadores que fueron sus padres. Habían asumido el discurso oficial del bien y el progreso, implementaron en su formación católica algunos destellos del calvinismo, y lo que consiguieron a cambio no fue más que intoxicarse de esa enajenación mental transitoria que fue la España de Aznar y Zapatero. Muchachos a quienes una marca en el pantalón o en la camiseta les aseguraba haber alcanzado los dominios de la jet, sin entender que esencialmente estaban perfeccionando el mundo de lo paleto engordado: el kitsch. Adonde Leonardo Cano apunta es al tedio que acaba configurando la biosfera de su generación llegado el momento que habría de ser su apogeo, “la edad media”, esa etapa vital donde habría de brillar su genio, según lo pactado con esa España del éxito oficial.
Tres relatos entrecruzados desarrollan la materia narrativa, en lo que constituye la aportación formal más audaz de la novela. Son tres relatos y son también tres puntos de vista interesantes para dar cuenta de esa realidad multidimensional para la que propone claves que deberán llevar a entender al grupo humano que protagoniza la historia. La primera es el relato coral de un grupo de amigos desde sus años en el colegio ―de curas― con un nosotros narrador que va sumando con nervio anécdotas sobre anécdotas sin dar tiempo a coger aire, con esa y copulativa a pleno rendimiento. Los ojos de ese narrador colectivo penetrarán cualquier espacio, desde las aulas gobernadas por curas adormilados y modernos de ocasión afectos al chivatazo, hasta los primeros escarceos con el sexo en los váteres o en pisos del centro vacíos de padres en fin de semana. La segunda de las narraciones focaliza lo que parece plantearse como alter ego del autor, un licenciado en Derecho ―Moya― que opta por una vida de escasas ambiciones como funcionario de Justicia, al tiempo que observa sin mucho entusiasmo el ascenso social de sus antiguos compañeros de estudios. La tercera narración sigue un desarrollo dramatizado aprovechando el recurso del chat, en el que se van desgranando las diferentes etapas de una pasión amorosa ―entre Nacho Fauró y Julia― y que esconde varias sorpresas que permitirán entender lo que las otras tramas dejan sin explicar. La materia narrativa queda, así, dividida en tres líneas que se retroalimentan y acaban dando el volumen 3D que requiere el retrato generacional planteado por Leonardo Cano. Todo un acierto.
Hay mucho más que destacar en “La edad media”. El relato del grupo, el primero de los mencionados, es el canto optimista de la amistad que se conjura para no separarse jamás hasta lograr el éxito. Así lo vemos desde los años del colegio, y continuamos más allá, hasta que en la época del instituto ―mixto― y las primeras complicaciones de la vida ―el amor a veces, y las notas, otras― se van abriendo pequeñas brechas entre el grupo. La narración rezuma inocencia adrede, en consonancia con el primer planteamiento del mundo que se hacen los personajes en plena adolescencia. El modelo es aquí el Vargas Llosa de “La ciudad y los perros”, pero no menos toda la extensa nómina de novelas de formación que ha dado la literatura en su conjunto. Conforme avanza la trama el optimismo compacto se va desmoronando frente a los matices: los personajes se las ven con sus limitaciones, entran en conflictos, se distancian más y más en una especie de diáspora no prevista por el grupo aunque a todas luces inevitable. La línea narrativa culmina en un encuentro final en forma de cena de antiguos alumnos, ese otro horror de moda, pero que sirve para atar un primer atisbo de conclusión final. “Y es imposible que ésta sea nuestra historia”, dice el narrador ejecutando un bucle interesante, puesto que para él, en tanto que protagonista, nada aquí ha sido ficción.
El relato segundo, que tiene como protagonista a Moya, se circunscribe a un despacho en los juzgados, un ámbito particularmente anquilosado en prácticas y métodos ineficientes que parece constituir el último reducto de un mundo que ya no existe. Permite ―y así lo comprobaremos― hacer una crítica acerada al sistema judicial español, pero no sólo. El relato se demora sin aparente necesidad en contar uno tras otro los procedimientos que sigue un proceso, qué se hace con un papel cualquiera, dónde se archivan o cómo se gestionan, qué intranet se usa en cada caso, a qué huele un formulario cualquiera. Tiene mucho de técnica kafkiana, con la que se trata de poner de relieve la soledad y el absurdo en que cae uno de los protagonistas de aquel grupo llamado a reinar sobre la clase media. Nada parece suficiente para rescatarlo de la abulia, y lo veremos borroso llevando una vida tan llena de expectativas como los anaqueles atestados de polvo de su juzgado. Sólo al final encontraremos un atisbo de voluntad en Moya, y con resultados más bien lamentables. Esta línea le debe mucho al Bret Easton Ellis de “Menos que cero”, con su obsesión por las marcas y los diálogos cansinos de gentes que no tienen gran cosa que salvar de la monotonía, ni siquiera cuando usan la droga para salvar la monotonía. Se puede mirar, sin embargo, algo más cerca y sí, también es posible rastrear en este relato la huella de “Historias del Kronen” de J. Á. Mañas, e incluso la de “El Jarama”, de Sánchez Ferlosio, en cuanto a proyecto. Como la anterior, esta línea narrativa podría aislarse y constituir una novela independiente dado que se sostiene por sí sola. Pero sólo en apariencia será así. También esta historia precisa de claves que están fuera de ella y sin las que esta historia queda evidentemente cercenada.
La tercera y última narración, el relato dramatizado que protagonizan dos personajes que son parte del grupo inicial, queda como epítome de lo kitsch en el amor en los años de la cibernética: un estremecedor catálogo de declaraciones cursis, comentarios pueriles, filosofía nivel autoayuda, y un conjunto de situaciones fácilmente previsibles que, contra pronóstico, se sostienen coherentemente con ese escaneado que la novela hace a la generación que hoy ronda los 40. El texto reproduce los giros habituales en Whatsapp y Facebook, y admite errores de tecleo, faltas de ortografía, accesos de idiotez, coloquialismos, gustos musicales o cinematográficos para disminuidos, sicalipsis, en fin, todo cuanto el horror ha conseguido hacer aceptable bajo la jurisdicción del código binario. Cómo no, también este relato podría aparentemente sostenerse por sí mismo, pero esta vez la exigencia de una trama subsidiaria es mucho mayor, y ahí está, en el resto de los relatos, que otorgan al lector perspectivas inesperadas y toda una batería de informaciones que dinamitan lo que hasta ese momento podría parecer un relato plácido y sentimentaloide. Es la mejor y más personal aportación de Leonardo Cano en “La edad media”, que demuestra hallarse en perfecta sintonía con su máquina de narrar ―brillante en el uso de la elipsis― y que es capaz incluso de sacar de ella fórmulas personales de efecto potente. Volveremos a hablar de Leonardo Cano. Va a ser muy interesante saber hacia dónde evoluciona.

Santiago García Tirado
Soñó con llevar subliminalmente en su DNI una cifra capaz de avivar el deseo, pero llegó al mundo en 1967, con dos años de antelación para la fecha correcta; desde entonces no ha hecho más que constatar que siempre estuvo (contra su voluntad) en el tiempo equivocado para ser cool. Con empeño, y en contra de la opinión de las hordas hipsters internacionales, ha llegado sin embargo a crear la web PeriodicoIrreverentes.org, y colaborar en Micro-Revista, Sigueleyendo, Quimera y Todos somos sospechosos, de Radio 3. Sus últimas obras de ficción son “Todas las tardes café” (2009, relatos) y “La balada de Eleanora Aguirre” (2012, novela). En 2014 verá la luz su novela “Constantes Cósmicas del Caos”, con la que espera coronar su abnegada labor en beneficio de la entropía universal.