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9788439729563  

La Madre (Las novelas de Patrick Melrose 2)

Edward St. Aubyn

Mondadori

8

297 págs.

23 €.

Pablo Durio

 

Patrick Melrose (alterego de Edward St. Aubyn) se pasea entre las sombras de aquel adolescente drogadicto y megalómano que alguna vez fue, de aquel niño violado por su padre y condenado al silencio de la madre, y al final se convierte en un manojo de culpabilidad y desencanto, de impotencia y decepción.

 

En "La Madre" (segunda y última entrega de "Las novelas de Patrick Melrose") Edward St Aubyn despliega las ruinas de su personaje principal, de su propia miseria: si en "El Padre" Patrick Melrose odiaba con encanto, elegancia inglesa y heroína, casi con perfección absoluta a su progenitor David Melrose mientras vestía caro, asistía a fiestas exclusivas y veraneaba en los campos de Francia, en "La Madre" se ve encerrado en el propio laberinto de enfrentarse a la verdad de su progenitora que vio y vivió la perversión de David, sus excesos de locura y perversión, su snobismo y cinismo sin límites, su gracia malvada. Una madre que, ahora, no sólo lo deja sin respuesta incapacitada para hablar después de una serie de derrames cerebrales, sino que además lo deja sin dinero: no más marcas costosas, no más fiestas exclusivas, no más campos en Francia. Los Melrose: una dinastía familiar destruida por la tiranía del Padre; las ansias de beneficencia espiritual vacías de la madre (dona toda su fortuna y sus posesiones a una fundación new age); y el egoísmo paranoico del hijo adicto. La Madre, El Padre, El Hijo. Por suerte no hay espíritu santo.

 

Pero hay nietos. Sí, Patrick Melrose, recuperado de su adicción a las drogas –ilegales– pero no de su adicción a la adicción, tiene dos hijos: Robert y Thomas Melrose.

 

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Ese es el eje central de las dos partes de La Madre ("Leche Materna" y "Por fin"): los fantasmas que acosan generacionalmente a la familia y que se traspasan inevitablemente de padres a hijos. Si David Melrose hizo a Patrick ese cruce perfecto entre un yonky-way-of-life a la Patrick Bateman y un Frederic Monroe; Patrick Melrose no pudo evitar convertir a Robert en un agudo observador obsesivo, ocurrente, tímido e introspectivo, y a Thomas en un archienemigo que le roba el amor de su mujer mientras él se pierde en las otras drogas: las legales.

 

Y entre medio Robert trata de comprender a su padre aunque lo sabe roto: "Robert pensó que su padre asustaba un poco, con los ojos inyectados en sangre y las manchas de sudor en la camisa, retorciendo el sacacorchos de su propio discurso". Thomas se pierde en los brazos de su madre. Y Eleonor Melrose, la madre, intenta encontrar un reflejo involuntario en su lengua que le permita entregarle al mundo la última caridad comprensiva y chamánica que la salve de haber dejado que su marido la violara a ella, a su único hijo, a los niños que visitaban la casa, y que destruyera en mil fragmentos irreconciliables la conciencia de toda la familia. David Melrose muere solo. Eleonor Melrose muere muda. Y mientras tanto Patrick Melrose no puede dejar de hablar y anhela y desprecia en la misma medida la soledad, porque su mayor miedo es el fin el discurso, el silencio narrativo.

 

Lo bueno es que Patrick Melrose aún cansado y viejo y perdido en la culpa de ser o no un buen padre, de ser o no un buen hijo, sigue siendo la voz irónica y corrosiva capaz de despedazar con un comentario cualquier costumbre de la clase alta británica, capaz de desayunar con whisky, capaz de declarar, como si tal cosa, que “la muerte de mi madre es la mejor cosa que me ha sucedido desde... bueno, desde la muerte de mi padre”.

 

Pablo Durio

Le encargaron escribir una autobiografía en 500 caracteres y no supo qué escribir. Así que leyó otras autobiografías en 500 caracteres y descubrió que, a pesar de escribir sobre sí mismos, los autores lo hacen en tercera persona. Nació en Córdoba (Argentina) en 1992. Es columnista de literatura en Cualquiera Radio y cree que todo es una lucha absurda por el poder (lo que incluye desde tener sexo hasta untar una tostada con mermelada). Escribe. En Argentina hay cierta burla popular que reza que cuando uno “llega” -llega como verbo que indica que uno es reconocido y popular en los medios y probablemente millonario- empieza a hablar de sí mismo en tercera persona. Maradona habla de sí mismo en tercera persona. Sin ser popular-ni-reconocido-ni-millonario acá termina mi autobiografía en 500 caracteres.

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