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Miguel Serrano Larraz

Turno de réplica

 

Texto Santiago García Tirado

 

Como escritor se arrancó con la poesía allá por el 2006 ­–"Me aburro” es su primer poemario–, no tardó en cruzar la frontera de la narrativa con un incontestable primer libro de relatos –“Órbita” (Candaya, 2009)– y ahora vuelve con una nueva selección de textos narrativos donde su voz clara y distinta adquiere la elasticidad con que todo escritor sueña, irremediablemente. Antes de todo esto –antes de la escritura– Miguel Serrano Larraz fue científico, y luego filólogo, y en el principio fue zaragozano, y años después fue bolañista, y ahora es traductor, y también un hombre que esconde entre sus pliegues puntos luminosos que vale la pena indagar. Lo mismo exactamente que ocurre con sus textos, que se leen con entusiasmo, y ni aun así se agotan. 

 

Al personaje Miguel Serrano lo confunden con una pléyade de famosos, desde Bunbury o Kenny G. hasta Durero, de ahí el título de “Réplica”. ¿Es un dardo contra la obsesión por la originalidad lo que busca este relato?

No lo busca de manera consciente. Por lo menos como motivo narrativo no me interesa. Ahora, también está la réplica como una respuesta a todo, una enmienda a la totalidad.

 

¿La totalidad del mundo?

Mis personajes, en general, tienen poca personalidad y su respuesta la expresan con su estar en el mundo, con su negativa a participar de los procesos tradicionales, podríamos decir. En “Réplica” el personaje parece muy activo, pero es pasivo. Esa pasividad es su manera de responder. Y puede ser una pasividad consciente y deliberada.

 

O sea, que en el título encierras un sentido doble, porque también aparece la idea de réplica como copia. Y eso es, además, algo que has vivido en carne propia.

Sí. Cuando tenía 24 o 25 años me confundieron unas cuantas veces con Enrique Bunbury. Llevábamos media melena los dos, aunque él es mucho mayor que yo, y más alto. Eso fue suficiente para que me diera cuenta de la absoluta carga insoportable que tiene ser famoso.  Durante muchos años pensaba en esto, en lo que tiene ser famoso. Y tengo dos o tres anécdotas muy de contar: una vez una chica se tiró al suelo, literalmente, y se puso a llorar, en posición fetal, en medio de un bar; otra vez fue un taxista, que quería que participara en no sé qué cosa solidaria; y otra fue cuando un señor, que iba borracho, me recriminó en un bar que yo no hubiera avisado de que no era Bunbury. La frase se ha quedado en el acervo familiar: “Si no eres, lo menos que podías hacer es decirlo”. 

 

La fama se compadece mal con el sentido común.

Lo que es todavía más misterioso es cuando hay un famoso con el que la gente se hace fotos, pero no saben quién es, saben que es famoso. Eso me parece maravilloso. Los actores lo dicen, que la gente se les acerca y les dice: “Me encantan tus películas”, y ellos preguntan: “Dime una”. La gente se queda sin saber qué decir.

 

 

Encuentro una conexión entre ese relato y otro de “Órbita”, tu libro anterior, en el que a un muchacho superdotado la familia lo empuja a alcanzar algo, una cumbre, tal vez esa fama que apuntamos aquí, y sin embargo él sólo se siente colmado cuando conoce a ese profesor universitario que escribía para él.

No había pensado en eso, pero se podría establecer un paralelismo entre esos dos cuentos: uno es la fama como falta absoluta de conexión, y el desconocimiento del otro, del que sólo conocemos una imagen; y, sin embargo, el otro es todo lo contrario, la conexión absoluta de ese personaje que siente que lo único que necesita es alguien que le comprenda. Y que eso es el sentido de la vida.

 

Tus protagonistas viven o sufren o reinventan la juventud –“juventud en sentido generoso, entre los 15 y los 40”– y me parece relevante el papel que le atribuyen al sexo: una cifra que tiende a cero.

En el plan inicial, de hecho, eran dos amigos, dos chicos los que tenían estas aventuras y esta amistad, pero me pareció que era algo que yo ya había hecho en otros momentos, tanto en Autopsia como en algunos cuentos de “Órbita”, entonces intenté darle una vuelta de tuerca y estuve mucho tiempo pensando en esto. El tema de las distintas posibilidades sexuales me interesa mucho, también hay algunos cuentos que pueden tener una lectura transexual.

 

¿Como cuál?

“La disolución”, creo que tiene una lectura transexual. Si se lee desde una perspectiva de género, creo que puede ser interesante. Y “Oxitocina”, el relato en el que el protagonista cuida de una sobrina, a la que luego le regala un pato macho, y más tarde un pato hembra, que luego son inidentificables. La sexualidad es un tema que me parece fascinante, del que no se habla mucho. Yo no sé si he leído algo de literatura al respecto. 

 

En “Réplica” el protagonista se entiende a la perfección sin el sexo. 

Eso tiene que ver también con esta especie de enfrentamiento que hay entre la literatura masculina y la literatura femenina. Me parece una vía de escape interesante: no tomar partido de manera clara por una voz femenina –con lo que conlleva tradicionalmente– o una voz masculina, sino buscar una voz neutra, en la que esa pulsión sexual desaparezca de manera consciente, y que tenga implicaciones en el relato.

 

La cultura española ­–hablo de cine, narración…– simplifica el tema del sexo encumbrando al follador desatado como el summum de un proyecto vital, como si no estuviéramos hablando de un fenómeno altamente intrincado.

David Foster Wallace hablaba de esto, de John Updike, de Philip Roth, de los grandes egos folladores masculinos, por decirlo así de una manera contundente, y de las implicaciones que eso tiene en las novelas que construyen. Y yo creo que es una lectura que se puede hacer de todas las novelas y relatos, una lectura de género. Y a mí me gustaría que hubiera posibilidades de diluir eso, de buscar unas miradas que no sean ni masculinas ni femeninas, sino universales, de alguna forma. Y tiene cierta gracia que haya que buscar una normalidad en la sexualidad para intentar llegar a algo universal.

 

También hablas de escritores, al menos en “El payaso”, donde un autor presenta un libro humorístico a sus editores, aunque el efecto que produce en ellos es más bien desolador. ¿La literatura es incomprensión?

No es tanto la incomprensión como el malentendido. Esto tiene que ver con lo que Bloom decía de que toda obra maestra surge de una mala lectura de una obra anterior, lo que me parece maravilloso. Los escritores creemos escribir una cosa y los lectores interpretan otra completamente distinta. Ese malentendido crea una tensión en el escritor, pero por otra parte es la única manera de que la literatura funcione. 

 

A mí me parece que parte de esa incomprensión, en el ámbito nuestro, procede de esa afición a la crítica a buscar algo que no es el autor, sino lo que cree encontrar detrás del autor, en su supuesta genética lectora.

Hay un problema más general con esto, y es que, hasta hace unos años, el escritor y el crítico podían tener más o menos las mismas lecturas. Entonces el crítico podía abarcar todas las influencias del autor, ahora eso es completamente imposible. Se han multiplicado tanto las posibilidades que no puede un crítico, por inteligente que sea, por mucho que haya leído, por perspicaz que sea, ser capaz de reconocer todas las influencias de un autor. 

 

Yo invocaría aquí el tema de la crueldad, la que aplica la crítica a los autores que unen al hecho de ser españoles, el otro, el de ser jóvenes. Con los foráneos, por contra, es muy proclive a la alabanza fácil.

Tiene que ver con un cierto exotismo, como a la inversa. Y mucha condescendencia, también. Yo, por otra parte, soy un lector muy optimista: si leo un texto que no me gusta, no pienso que el autor sea torpe. Simplemente que no me gusta. Y ya está.

 

 

Los críticos se mueren por estandarizar el gusto individual, señalando que tal novela aburre, o que a tal obra le pueden sobrar páginas. Sería como si en el mundo de las artes plásticas diéramos preferencia a aquello que resulta ponible en mi salón.

Me parece perfecta la analogía. Es como dar por supuesto que el escritor puede ser un incompetente.

 

En un relato hablas del “trabajo bien hecho”, un relato donde el protagonista, que también es escritor, sufre interferencias de dos artículos científicos que ha leído, y cuyas implicaciones no acaba de dirimir. Pienso en autores que proceden del mundo científico, como Agustín Fdez. Mallo, Óscar Gual, Javier Moreno… ¿Debería la literatura atender de nuevo a la veta científica que dejó morir allá por el S. XVIII?

Sin ninguna duda, la literatura debe alimentarse de todo lo que hay en el mundo, y vivimos en un mundo altamente científico. Un escritor que no sea capaz de comprender una simple gráfica de una encuesta, ¿cómo puede interpretar el mundo? El mundo de la ciencia nos da una riqueza absoluta. La propuesta de Agustín Fernández Mallo me parece fundamental, y yo creo que es un artista conceptual. A mí sus propuestas me interesan más allá de lo literario, está inserto en el mundo del arte.

 

Cierta crítica se la tiene jurada, precisamente por no reverenciar en exclusiva la tradición humanística.

Es lo que hablábamos antes: un crítico que no entiende las cuatro reglas básicas de la teoría de la relatividad, ¿cómo puede criticar una propuesta que parte de eso? Están hablando lenguajes distintos.

 

Entonces aparece el asunto del estilo, eso que en la tradición española supone el momento máximo de la fuerza que mueve a un autor.

Otro autor que me fascina es César Aira, que no es un gran estilista, sin embargo está lanzando una serie de ideas continuamente que hace que te estalle la cabeza. De todas maneras yo soy muy fan del estilo (se le escapa una risa traviesa, ahora, en este punto), no sabría con cuál de los dos quedarme, si el estilo o las ideas. El problema es cuando un autor no tiene ni estilo ni ideas.

 

En algún relato -“Logos”- me parece que apuntas a que la ciencia puede alumbrar la utopía.

Ese cuento es ambiguo, porque es verdad que es utópico, pero también habla de lo que se pierde cuando todo se queda en la técnica.

 

Esa confesión del protagonista cuando afirma que la mejor película de ciencia ficción del pasado fue “Terminator”.

Es una broma, evidentemente. El equilibrio es difícil. En esa utopía científica que es posible, en la que seamos felices, desaparezcan las guerras, nos comprendamos todos maravillosamente… el arte no tiene ningún papel. Eso es lo que plantea el cuento. En donde no hay conflicto, no hay tragedia, entonces ¿de dónde sale el arte?

Santiago García Tirado

Soñó con llevar subliminalmente en su DNI una cifra capaz de avivar el deseo, pero llegó al mundo en 1967, con dos años de antelación para la fecha correcta; desde entonces no ha hecho más que constatar que siempre estuvo (contra su voluntad) en el tiempo equivocado para ser cool. Con empeño, y en contra de la opinión de las hordas hipsters internacionales, ha llegado sin embargo a crear la web PeriodicoIrreverentes.org, y colaborar en Micro-Revista, Sigueleyendo, Quimera y Todos somos sospechosos, de Radio 3. Sus últimas obras de ficción son Todas las tardes café” (2009, relatos) y La balada de Eleanora Aguirre” (2012, novela). En 2014 verá la luz su novela “Constantes Cósmicas del Caos”, con la que espera coronar su abnegada labor en beneficio de la entropía universal.