Carolina Jobbágy
De la poesía como una ciencia exacta
Con un lenguaje preciso y minimalista, Carolina Jobbágy pone el cuerpo al servicio de la infección en “Historia clínica” (Kriller 71), un libro donde las estaciones y sus respectivas enfermedades se suceden en el tiempo y el espacio. Sus versos son moléculas fenomenológicas que se expanden y se contraen de tal forma que más que leer es como si observáramos minúsculos universos orgánicos en movimiento con la lupa de un microscopio. Nos ponemos la mascarilla y entrevistamos a la autora para que nos cuente cómo lo consigue.
La precisión quirúrgica de tu poesía me despierta curiosidad acerca del proceso. ¿Cómo es tu work in progress? ¿Eres una obsesiva flaubertiana de la corrección? ¿O escribes a máquina, escogiendo cada palabra como si la fueras a dejar grabada en piedra?
A mano, siempre comienzo a escribir a mano. Utilizo varios cuadernos a la vez, una pequeña concesión al caos que me puedo permitir porque mi memoria para localizar lo que escribí por ahora funciona muy bien. En esos cuadernos voy tomando notas, apuntando citas que extraigo generalmente de textos científicos, o escribiendo versos sueltos. Muchas veces el punto de partida para reunir el material es el tema o el título de un futuro poema. Otras, los fragmentos se van sumando sin tener todavía una filiación definida.
A partir de ese material, entonces, empiezo a componer el poema, una etapa del proceso que tiene mucho de operación de montaje. En esta etapa ya trabajo bajo un título que, al ser muy concreto, señala un rumbo preciso e impone un límite temático que, al mismo tiempo, es un gran disparador que me permite tejer conexiones y poner en relación palabras e imágenes que a priori juzgaríamos inconexas. También este es el momento de jugar con las citas, de alterarlas, de ponerlas en verso y abrir su sentido.
Lo que sigue es un largo proceso de corrección, donde limpio el poema, intento eliminar redundancias, mejorar el sonido, buscar la palabra justa. Para mí es una etapa tan difícil como necesaria que puede tener una duración de días, semanas o incluso meses. Cuando un poema no me termina de convencer, lo dejo reposar y vuelvo a él mucho después, con una mirada y un oído renovados. Una vez que noto que el poema comienza a dejar lastre y tomar forma, entonces paso a trabajar en el ordenador, que parece otorgarle un aire más definido y sólido a los textos. Y allí el proceso de corrección continúa. Muchas veces, también, reúno algunos poemas y se los doy a leer a un par de poetas afines que conforman un pequeño círculo de lectores críticos que me ayuda a encaminar la corrección.
Adhiero a lo que decía Paul Valéry: los poemas no se acaban, se abandonan. La corrección es un proceso sin fin, obsesivo, y hay un momento en que, más o menos convencida de los resultados, abandono el poema. Sólo entonces soy capaz de mostrarlo en público.
Cada uno de tus poemas tiene una estructura como de poesía concreta, donde la materialidad física y la distribución importa en algunos casos tanto como el sentido ¿Te lo planteaste así desde el comienzo?¿Te interesa la poesía concreta/visual?
La poesía concreta y visual me atrae pero no la considero una influencia. Sí, en cambio, me parece fundamental un aspecto que esta línea de poesía refuerza y pone de manifiesto: la importancia del dibujo que el poema traza sobre la página, o mejor, el diálogo que se establece entre el poema y el blanco de la página.
Le otorgo mucho valor al blanco de página, a esa brecha donde el poema hace una pausa, coge aliento y en el silencio puede seguir significando. Las pausas, los espacios en blanco me permiten dejar versos en suspenso que continúan o no en la siguiente estrofa. El corte de estrofa, la brecha blanca que se abre es, para mí, el espacio donde el poema gana ambigüedad. Y la ambigüedad semántica es algo que persigo y disfruto tanto a la hora de escribir como de leer. Por eso, también, no suelo utilizar signos de puntuación o mayúsculas, dejando así abierta la posibilidad de que cada palabra, o cada verso, se conecte tanto con el anterior como con el siguiente.
Tu acercamiento a la enfermedad no tiene nada de apología romántica pero tampoco se deja neutralizar por la asepsia de la pura anécdota hospitalaria. ¿De dónde vino la idea de escribir sobre este tema?
Trabajo siempre a partir de series que giran en torno a un tema o motivo. Series que desempeñan un doble papel: por un lado, funcionan de manera restrictiva, haciendo de los poemas variaciones sobre un mismo tema; y por otro, me permiten construir pequeñas constelaciones donde motivos o imágenes aparentemente inconexos encuentran su filiación.
En el caso de “Historia clínica”, la elección del tema de las enfermedades infecciosas de contagio tiene al menos dos explicaciones. Por un lado, una explicación biográfica: mis padres eran bioquímicos y yo pasé buena parte de mi infancia en un laboratorio de análisis clínicos. Los virus, las bacterias, todo un mundo de microorganismos formaban parte de mi cotidianeidad, o mejor, de ese vocabulario íntimo y doméstico, de esa lengua que Natalia Ginzburg llamó el léxico familiar. Parte de mi léxico familiar es, sin duda, el léxico de la microbiología.
Por otro lado, fueron las lecturas las que despertaron mi curiosidad por la enfermedad. Una larga cadena de lecturas que empezó, si no recuerdo mal, en “La montaña mágica” de Thomas Mann y en “Hospital Británico” de Héctor Viel Temperley, y siguió con otras novelas de Thomas Mann –en su obra la enfermedad está siempre presente-, con los espléndidos diarios de Katherine Mansfield, con obras menores pero impresionantes como “Devociones” de John Donne, con las obras de Hipócrates y el, a mi entender, imprescindible “De la naturaleza de las cosas” de Lucrecio. Y más tarde, crónicas y testimonios de diferentes epidemias.
A lo largo de estas lecturas me llamó la atención que muchas imágenes se repetían, más allá de que cada enfermedad tiene un desarrollo clínico específico o de la distancia temporal entre los textos. Una vez enumerados los rasgos diferenciales de una enfermedad, su descripción parecía superponerse con la de las otras. Y lo mismo sucedía con el relato de epidemias. Una y otra vez aparecían el aislamiento, el abandono fruto del miedo –muchas veces desproporcionado- al contagio, los animales que morían o que había que sacrificar. Imágenes que evocaban ante todo el miedo y la soledad que supone yacer enfermo y ser vehículo de contagio. La enfermedad, entonces, se aleja de aquel mito romántico que la presenta como una iluminación, una experiencia enaltecedora, y en cambio se convierte en una experiencia que expulsa al enfermo fuera del mundo, de lo cotidiano, y lo condena a una suerte de exilio que lo encierra en el cuerpo y su dolor. Curiosamente, estos días, con la epidemia de Ébola, volví a encontrarme con muchas de estas imágenes en la prensa y en las redes sociales.
La elección del tema vino, entonces, por una necesidad de retratar la enfermedad en tanto experiencia de huida, de extravío o pérdida del mundo, la enfermedad como un exilio. Y también por el deseo de capturar algo de ese miedo tan primitivo que todos tenemos a la enfermedad, y más aún, al contagio.
En tu epígrafe citas a Héctor Viel Temperley, cuya poesía actúa como incesante médium de la continuidad entre cuerpo y enfermedad. ¿Cuáles son tus referentes literarios?
Descubrir a Héctor Viel Temperley para mí fue impactante. Recuerdo que a finales de los noventa los únicos libros que se encontraban de él en las librerías de Buenos Aires eran “Crawl” y “Hospital Británico”, los últimos que escribió. Tener esos dos volúmenes en las manos, leer y releer ese libro terrible y brillante que es “Hospital Británico”, son parte de mis recuerdos más queridos como lectora. Después, en 2003, Ediciones del Dock publicó las obras completas y pude continuar descubriendo a este poeta que, sin duda, es una de mis influencias. Del panorama argentino también nombraría como referentes a Juan L. Ortiz y a Arturo Carrera.
La poesía norteamericana es también un referente al que vuelvo una y otra vez, y un terreno donde sigo descubriendo obras y escritores impresionantes. William Carlos Williams, Ezra Pound, T. S. Eliot, Marianne Moore, Sylvia Plath, los poetas del Black Mountain College –Charles Olson y Robert Creeley, especialmente-, son algunos de los poetas que me marcaron y que intento tener siempre a mano. También puedo nombrar, ampliando el mapa, a Yves Bonnefoy, Henri Michaux, o una obra magnífica como “El hundimiento del Titanic”de Hans Magnus Enzensberger.
Pero mis referentes no vienen únicamente de la poesía. En narrativa también hay muchos autores que quizás no son exactamente una influencia pero por los que me siento muy atraída, como William Faulkner, Georg Büchner y esa pequeña joya que es “Lenz”, Thomas Mann, Katherine Mansfield, Juan José Saer o Sergio Chejfec, por nombrar algunos.

Ana Llurba
Ana Llurba (Córdoba, Argentina, 1980) Vive desde el año 2008 en Barcelona, donde estudió Teoría Literaria en la UAB. Actualmente trabaja en el medio editorial, escribe sobre libros y arte en A*Desk, colabora con la sección Otras Literaturas en Otra Parte y coordina Honolulu Books.