ANA MARÍA MATUTE
La infancia más larga
Ilustración de Esther B Vigil
Todos los niños buenos, malos y tontos llegaron a la reunión cuando ya asomaban por allí trasgos, duendes y hadas, tratando de parecer ordenados, pero lo mismo apelotonándose y dando una buena escandalera de murmullos. Se oía el batir de unas alas enormes sobre las nubes, y también podía sentirse la respiración ígnea de los dragones que se habían acercado al lugar. Sobre el perfil del relieve, podía distinguirse una comitiva de reyes, lanceros y señores feudales, montados y a pie, aferrados a sus estandartes. Los duendes y los gnomos y los trasgos alargaban sus cuellos para atisbar algo en el centro de la multitud de criaturas, y, sin acertar a ver nada, murmuraban. Decían que estaba allí tendida, la gran dama que los había creado a todos. Decían que llevaba puesto un vestido de tacto suave y color verde musgo, que resaltaba aún más su blanca cabellera, que parecía tranquila y lucía ese aspecto sereno que tanto había contagiado en vida. Entretanto, un poco más allá, sentada en la barra, Ana María Matute contemplaba la escena, apuraba su copa y seguía sonriendo con esa sonrisilla suya.
Suele decirse, y en el caso de Ana María Matute se ha dicho hasta la extenuación, que los escritores nunca mueren, porque viven para siempre en sus libros. No voy a aventurarme aquí a elucubrar donde está ahora la adorable señora Matute, aunque sí se me ocurre decir que, cuando están vivos, no siempre se encuentra a los escritores en presentaciones de libros, ruedas de prensa o firmas de ejemplares. A algunos se los encuentra en los bares.
La primera vez que vi a Ana Maria Matute debió ser en la tele o en la solapa de un libro. Tanto da, porque no la recuerdo. En cambio, cierto día de 1999 entró en el bar de barrio donde yo trabajaba algunos días por semana una anciana de aspecto frágil y entrañable, que se acompañó pausadamente con su muleta desde la puerta a la barra, para pedir, buenas tardes mediante, un whisky sin hielo. Algo azorado, porque eran las cinco de la tarde de un lunes, porque sin duda me encontraba en disposición de ponerle a la señora un café con leche o una infusión, pero vamos, ¡un whisky!, y porque en realidad yo whiskys tampoco había servido tantos, reformulé un par de veces, añadiendo amablemente la variante coca-cola o refresco. Pero era whisky solo, sin hielo.
La señora tomó un sorbo y me preguntó por mi jefe, que, en honor al gusto de la escritora por los nombres sencillos en sus primeros relatos, llamaremos Manolo. Le dije:
-No, señora. Manolo no está por la tarde, estoy solo yo. ¿Quiere que le dé algún recado?
-Dile que ha pasado a saludarle Ana María Matute.
En cuanto escuché el nombre, lo de azorado se quedó corto. Evidentemente, me disculpé por no haberla reconocido, al tiempo que me preguntaba por dentro cómo podía no haber visto quien era, mientras miraba otra vez su melena blanca, sus ojos vivos aunque a menudo entrecerrados, bordeados siempre por un círculo de ojeras formidables.
Imagino que enseguida pasé a mencionarle como, hacía ya algún tiempo, sacando el polvo a la colección de Premios Planeta en el mueble de la entrada de casa de mis padres, el volumen de “Pequeño teatro” con encuadernación cuidada en rojo escarlata fue uno de los títulos que decidí llevar a mi habitación para leer, y ella me interpeló preguntándome si sabía cuántos años tenía cuando escribió esa novela, que eran, sí, diecisiete, aunque la obra ganó el premio once años después.
Ella me contó que iba al barrio para ir a la peluquería, porque antes vivía cerca y le gustaba volver a que la arreglaran donde toda la vida. Y también pasaba a ver a Manolo, claro. Muy gracioso, el hombre.
Así fue como el vaso duró apenas unos minutos lleno, la escritora se marchó con la misma sonriente parsimonia con la que entró, y yo me quedé pensando que a todo el mundo con un mínimo de sensibilidad le hubiera gustado tener una charla con Ana Maria Matute, y yo acababa de tener una; de lo más azarosa, además. Lo que no sabía es que no sería la última.
Las siguientes veces que vino al bar, la Sra. Matute ya no preguntaba por Manolo, sino que preguntaba por “el chico”, suscitando grandes muestras de orgullo post-adolescente y enamoramiento platónico por mi parte. Tuve la suerte de coincidir con ella algunas veces más, como para que llegara incluso a recordar mi nombre.
El tono de voz de la escritora te dejaba prendado con tan solo pronunciar unas palabras, y lo mejor de todo es que nunca eran pocas. La pasión que ofrecía al explicar cada cosa, y la viveza con la que se entregaba a la charla y la rememoración, junto con su melena blanca, sus ojos vivos aunque a menudo entrecerrados, bordeados siempre por un círculo de ojeras formidables, la dibujaban a mi entender como un verdadero personaje de fantasía, una persona que sencillamente no podía ser de este mundo aunque lo supiera todo de él, porque orbitaba en otro, mucho más especial.
Si sois discretos, os haré una confidencia. A veces, la Sra. Matute no venía sola, o no se iba sola, porque venía a recogerla su hijo, con quien vivía junto a su nuera ya por aquel entonces. Pues bien, para esos días, la autora tenía elucubrada una estrategia de subterfugio fenomenal para sus tragos. Me pedía una cerveza, porque un whisky hubiera sido indisimulable, y me solicitaba que se la sirviera entera en la copa, pero que, al lado de esta, pusiera en la mesa un casco de cerveza sin alcohol. A mí la idea me parecía tan formidable, y a rasgos generales era tan fan de ella, que no podía resistirme a colaborar con la charada. Cuando llegaba su hijo, ella le recibía con grandes ademanes y palabras cariñosas, y se dibujaba en nuestras caras un gesto cómplice sin apenas mirarnos. Imagino que el hijo de la Sra. Matute ya debía estar al caso de estas estratagemas, o llegaría a estarlo más tarde, y si no, espero que aprenda a perdonarme si lee esto ahora, aunque, en realidad, ¿cuántas posibilidades hay de que lea esto?
Ana Maria Matute era muy pudorosa. Nunca quiso escribir sus memorias. Me contaba de cómo la insistían una y otra vez con eso, y el hastío y vergüenza que le provocaba la idea. En cambio, era bien fácil comenzar una charla con ella y estar pronto vislumbrando algunos pasajes trascendentes de su vida, que ella procedía a hilar con sus subidas y bajadas del discurso, con esos falsetes encantadores que hacía, marcando hitos con algunas palabras elegidas, que enfatizaba de vez en cuando estirándolas por una vocal.
Con su aliento más sentido, la escritora me hablaba de su infancia, rememoraba las penurias de los niños durante la guerra, y se paraba a reflexionar sobre su condición de niña de familia burguesa catalana. Confesaba que vivía en una familia acomodada, pero sufría mucho, y contaba que la encerraban en un cuarto oscuro cuando se portaba mal; de ahí pasaba a hilar todo eso con la forma en que desde muy pequeña se refugió en los libros, en sus lecturas y los cuentos y dibujos que ya a edades muy tiernas se atrevía a imaginar.
A los cinco años se puso muy enferma, y empezó a escribir e ilustrar sus propios relatos. A los ocho la enviaron a vivir con sus abuelos, y luego con las Carmelitas de Madrid. Por aquel entonces, decía, estaba muy mal visto que una mujer estudiara una carrera, por eso ella lo tuvo que aprender todo sola, así que carecía de método o técnica; entonces recordaba con un cariño inmenso a la monja que, aún sin mucha pasión, la enseñó a escribir.
A veces, como alguno de los personajes de sus novelas, se dejaba llevar por el color negro y el color blanco que parten en dos el mundo, y me hablaba de sus dos maridos, en sus propias palabras “el bueno y el malo”. Del segundo, que cronológicamente fue el primero, no quería recordar mucho. Del bueno, solía decir lo guapo y alto que era. Y bueno, claro.
Un día, recién regresada de Madrid, me habló de la Real Academia de la Lengua. Me decía:
-Me han dado la “k” de “kaka”, y se me quedaba mirando con una sonrisilla pícara.
-¿Y cómo son las reuniones de la Real Academia, Sra. Matute?, le preguntaba yo a modo de respuesta.
-¡Buf, aburrídisimas!, decía entonces. -Son terriiiiiiiiiiiiiibles, y se ponía una mano en la frente mientras cerraba los ojos teatralmente.
También hablábamos de cosas prosaicas, ella solía reírse bastante de lo que le llegaban a pagar por ir a dar conferencias aquí y allá, comentando:
-A mi edad, no puedo estar avión para aquí, avión para allá. Me canso mucho. No voy a ponerme a viajar si no me pagan bien, ¿no crees, hijo?
Pero en realidad, lo que más le gustaba a Ana María Matute era situarse de ese otro lado de las cosas, y explicarlo todo como si fuera un cuento. Curiosamente, uno de mis encuentros con la Sra. Matute se podría describir como un pequeño cuento de Navidad:
Era el 24 de diciembre, y yo no tenía que trabajar en el bar. Al final de la mañana, Manolo me llamó, y me exigió más que me pidió que bajara a echar una mano para la comida, porque ese día se servía el menú de Navidad, y con los que eran no llegaban. Para mi amarga sorpresa, cuando llegué al bar, me encontré que en realidad mi ayuda consistía en que Manolo y su mujer se comían el marisco del menú a mandíbula batiente, mientras yo me encargaba del resto solo. La estampa, con banda sonora de crujidos de patas de bogavante partiéndose, albergaba toda la perversión e injusticia del planteamiento de un cuento clásico; me vi un poco desdichado, limpiando mientras todos disfrutaban, cuando ni siquiera tenía que estar allí, y además nadie me había invitado a disfrutar de aquella comida. Por suerte, dos mesas por delante del dueño del bar y su señora, estaba sentada la Sra. Matute, que puedo asegurar no estaba disfrutando de los manjares del menú de Navidad. Al verme, y justo después de un breve saludo, la escritora se giró y le dijo dulcemente a Manolo, dos mesas más allá, si no le importaba que el chico se sentara con ella a tomar un café. Así fue como me senté a charlar con Ana María Matute durante una hora o más, en el día de Nochebuena, mientras mi jefe se levantaba con fuertes resoplidos cada vez que entraba un cliente, sin que yo apartara ni por un momento la mirada de los ojos de Ana María Matute, ni escuchara otra cosa que aquello que ella relataba tan deliciosamente como siempre.
Hablamos de “Olvidado Rey Gudú”, que siempre decía que era un libro con el que lloró escribiendo algunos de sus pasajes. Contaba que en ocasiones había soñado con los personajes de su gran novela, y como de disgustada se sentía al amanecer, cuando se daba cuenta de que no existían de verdad, sino que se los había inventado ella.
Hablamos de los cuentos clásicos, en un día del todo indicado para ello. Por supuesto surgieron Andersen, los Hermanos Grimm y Perrault, y la escritora abundaba en la crueldad inherente que anidaba en aquellos relatos, que de hecho forman un gran lazo con su propia obra, que se suspende entre la fantasía y la alegoría infantil y el crudo realismo, el retrato social y el pesimismo. Destacaba por ejemplo lo miserable del camino de migas de pan de Hansel y Gretel, “con el hambre que pasaban aquellos niños”, y se acordaba de una obra infantil suya, “El verdadero final de la Bella Durmiente”, harto difícil de encontrar en librerías. Siempre me prometía que un día me la traería al bar y me la regalaría.
Pero nunca llegó a traerme el libro. Poco después yo dejé el bar y, en todos estos años, por mucho que he pensado en perpetrar algún tipo de entrevista o visita, jamás la volví a ver. Con todo, no me hace falta escuchar a nadie más para afirmar que Ana María Matute era una mujer maravillosa, profunda y divertidísima; una artista desde que apenas empezó a caminar, que llegó a convertirse en una anciana con la sabiduría de los años y la sonrisa intacta de una niña.
Poco después de nuestros encuentros publicaron “Cuentos de infancia”, un revelador repaso por sus relatos e ilustraciones de la niñez, con cuidadas reproducciones facsímil de su letra ligada y sus dibujos en rotulador de duendes, niños con trajes de marinero, reyes y figuras geométricas. Precisamente eran las señoras esfera y circunferencia quienes comentaban, en un relato escrito por la escritora a los cinco años:
-Aquella antipática pluma, de vieja ha muerto en la basura. ¡Qué horrible es morir así!
-¡Y pensar que todos nosotros hemos de acabar así!
-¡Preferiría morir en el fuego!
-Así hemos de morir nosotros, como somos de papel…
Por supuesto, como aquellas esfera y circunferencia suyas, Ana María Matute no muere, sino que vive en el papel. Desde las hojas cuadriculadas de su infancia, hasta los centenares de páginas de todas sus novelas, que, ahora vuelan sobre los vientos del puerto de la pequeña población pesquera de Oiquixa, en las estepas de la región del Gran Río, entre las conchas de la playa de Santa Catalina, por encima de bosques y castillos y huertas y plantas, y sobre los anchos valles del Reino de Olar.

Albert Fernández
En el desorden de los años, Albert Fernández ha escrito renglones torcidos en publicaciones como Mondo Sonoro, Guía del Ocio o Go Mag, tiempo en el que ha tenido oportunidad de ir de tapas con Frank Black o escuchar a Patrick Wolf bostezar por teléfono. Además, ha sido jefe de redacción de las secciones culturales de H Magazine, y ha aportado imaginación tras los micrófonos de Onda Cero, Cadena Ser y Scanner FM, donde facturó la sitcom musical de creación propia “2 Rooms”. Aunque sabe que no hay lugar mejor que aquel de donde viene, a Albert no le hubiera importado nacer en Gotham City o en el planeta Dagobah. Con tendencia a la hipérbole y a la imaginación desatada, Albert sigue buscando el acorde que dé la vuelta a sus días.
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