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CHARLES BUKOWSKI

Los puños de un niño

M. Garea

Ilustración de Matylda Zawadzka

 

Charles Bukowski vuelve periódicamente de entre los muertos para que cada generación crea que es la que mejor lo entiende. Así de presuntuosos somos. A Fante se lo arrastra detrás, como si fuese un apéndice. Como si se pudiese invertir la jerarquía.

 

Hay algo que liga a Bukowski con el lector adolescente onanista e insurrecto, pero eso no es más que un daño colateral. Al igual que a muchos otros autores a quienes el éxito entre el público joven les ha hecho un flaco favor ―ahí el bueno de Salinger, que, aunque fuese un sociópata violento y escribiese cuentos deliciosos y oscurísimos, nunca se quitaría de encima la cursilería de Holden Caulfield―, Bukowski tiene una consideración negativa en lectores adultos. También está claro que, de amarlo primero por razones superfluas, rápidamente se puede pasar a odiarlo después por lo mismo. Y viceversa.

 

A mí me gustaba. Nunca dejó de gustarme. Pero, en realidad, si no me gustase tampoco hubiese pasado nada. Como si a alguien le pudiese importar. Pero todo el mundo creía que aquello importaba. Uno tenía que oír a estos criticando a aquellos que leían sus novelas por pura pose ―y eso les parecía infame, algo en lo que debían intervenir―, y que criticaban a su vez a aquellos otros que lo detestaban, también, al parecer, por pura pose. Nadie se ocupaba de sus propios asuntos. Todo el mundo ojeaba por encima del hombro el libro ajeno. La literatura, no sé qué coño pasa, siempre se acaba convirtiendo en un patio de viejas. Aquello era ―y sigue siendo― una guerra constante de pedantería: los que decían que era una provocación repugnante contra los que lo alababan ciegamente contra los que aseguraban haber dejado ya aquella fase de inmadurez lectora. Todos pidiendo a gritos una patada en el culo que los mandase directos al Café Gijón. Pero yo nunca entendí ni supe nada. No veía qué podía importar todo, cualquier cosa, excepto uno mismo. ¿Había alguien leyendo solo y en silencio en alguna parte del mundo?

 

Bueno, lo había. Gracias a Dios. Siempre hay críos que leen. El porqué es un misterio. Quién querría encerrarse en su cuarto o en una biblioteca a leer durante horas sin ninguna otra intención, sin hacerlo para coger la obra completa de Henry Miller y llamar la atención de la chica con la que quiere magrearse. Los chicos que leen por placer son unos locos prematuros sin ninguna noción sobre los auténticos pilares de la vida. Sin ningún conocimiento sobre cómo diferenciar lo pragmático de lo inútil. Sin ningún interés en las virtudes de la vida social. Unos dementes, nada más.

 

Y benditos sean todos ellos.

 

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El propio Bukowski adolescente era tímido y sensible. No era un genio precoz ni un alumno brillante, excepto en las clases de arte. No era un joven poeta ni una promesa de nada. Era el puto retrato de la desgracia. Tenía la cara como una fuente de paella, y las constantes palizas de su padre con el suavizador de navajas no ayudaban. Los muchachos de su barrio en South L.A. se burlaban de él por su acento, por su ropa, por su rostro picado. Si había suerte, lograba verle las bragas a alguna niña de su vecindario en el garaje de su casa. Y eso era todo.

 

Todas estas cosas, claro, acabaron por salir. No se puede dejar la rabia dentro por mucho tiempo. De hecho, es en estos años donde Bukowski sitúa, décadas después, la que es su mejor novela, “La senda del perdedor”, mil veces eclipsada por “Mujeres”, como el pulgar que tapa el sol.

 

No hay una erudición temprana en él. No es, por suerte, ningún niño intelectual. Demasiado ocupado defendiéndose de todo lo que se le venía encima. Sin embargo, la preferencia de Bukowski por la escritura minimalista tuvo lugar antes de que él mismo fuese consciente. Sobre la percepción de la literatura en su infancia escribía: “Los libros eran sosos y pesados. Páginas y páginas de palabras sin sentido. Y si lo tenían, tardaban mucho en demostrarlo, y cuando lo hacían ya estabas demasiado cansado para que te importara en absoluto”. Este rechazo a la literatura sobrecargada e insulsa, la que se enseñaba en los colegios, la que se recomendaba en los círculos culturales y la que él creía en aquel momento que era toda la literatura, fue siempre una de las máximas de Bukowski, incluso antes de volverse un lector incansable.

 

Por aquel entonces, su amigo Will “Baldy” Mullinax, le descubrió las virtudes de la bebida. Bukowski negaba ser un alcohólico. ¿Acaso un alcohólico podía permanecer 24 horas (máximo) sin dar un trago? Era obvio que no. La bebida no era una adicción, ¡era un método! Aquello, decía, iba a servirle para escribir y a acompañarle siempre. Cuando comenzó a aparecer por la Biblioteca Municipal de Los Ángeles, ya alcoholizado y con la idea de convertirse en escritor, la visión de la literatura que llegaba a sus manos no había cambiado desde su infancia. Probaba todo, leía todo, pero todo era artificioso. Demasiado adulto, demasiado coñazo. Nadie decía nunca nada. Empezó a pasar el rato con atlas ilustrados de anatomía. Se memorizó la operación del mesocolon. Empezó a morirse de asco y a dar la batalla por perdida. Hasta, claro, el día de la revelación de “Pregúntale al polvo”. El descubrimiento de John Fante le ayudó a conformar, por oposición, su propio estilo narrativo, reafirmándole en la sencillez y la sinceridad que ya había buscado inconscientemente desde siempre. Mientras a sus otros maestros ―Hemingway, McCullers, Céline, Dos Passos, Saroyan, todos ellos― los admiraba de un modo sensato, a Fante lo endiosó hasta el ridículo. Logró que su editor, John Martin, pusiese de nuevo en circulación “Pregúntale al polvo”, con prólogo del propio Bukowski, y reivindicó incansablemente el trabajo de Fante durante toda su vida. Amó a Fante todo lo que no había podido amar a su padre.

 

Pero a todas las influencias les pagamos un precio sobre nuestro propio trabajo. El de Bukowski a Fante ―o, mejor dicho, a Bandini― fue el Chinaski que en “Factótum” era un genio y sólo él lo sabía, el Chinaski pesado y con aires de grandeza, el Chinaski más irritante y mediocre. De haberse quedado con Molise quizá la cosa hubiese ido mejor. Por alguna razón, todo el mundo ―incluso el azar― elige mal aquí.

 

Y, más o menos, todos conocemos el resto de la historia.

 

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Crecer es adoptar convenciones, e incluso llegar a creerlas. Le quitan a uno toda la naturalidad. No puede decir algo fuera de tono ni contradecir a sus superiores. Se adquiere un inexplicable compromiso con la sociedad al tiempo que se va difuminando el compromiso con uno mismo. Se habla, se escribe y se anda por el mundo dando más rodeos, teniendo más cuidado. Quizá, entonces, Bukowski sea un escritor juvenil por su absoluta y constante sinceridad, no sólo en los contenidos, sino, sobre todo, en la forma. En el empeño infantil de quitar de una patada todo lo que sobra. Transparencia total. Como un niño. O como un borracho. En cuanto uno echa unos cuantos polvos, tiene unas cuantas resacas y monta unos cuantos cristos, el contenido en Bukowski le parece obsoleto,  repetitivo e inmaduro. Y, por extensión, todo Bukowski se lo parece. Porque ni María Santísima se fija en la forma. Para él no hay nada sagrado que no se pueda liquidar con dos o tres palabras, sin necesidad de tejerle alrededor ornamentos barrocos con el lenguaje, hasta que ya no se sepa qué carajo se está diciendo. Hasta que el lector asienta con la cabeza como un autómata, agarrando entre las manos una caja demasiado grande para un contenido tan pobre. Bukowski hace la caja lo más fina, ajustada y transparente posible. La caja debe estar, pero no debe verse.

 

Pero, para ofrecer algo, hay que cazarlo primero. En sus inicios, publicando en revistas underground ―después de ser rechazado por las grandes editoriales y antes de pasarse diez años seguidos borracho― Bukowski ya mostraba una sensibilidad atroz. No hay tema lo suficientemente sórdido que pueda ocultar la terrible ternura en Bukowski. Incluso lo alegre es dramático. Todas las metáforas son simples y orgánicas. Sólo un crío podría hablar de ese modo tan real. Todas las percepciones están desligadas de las formas artificiales y automáticas del lenguaje literario.

 

Nadie que no siga siendo un niño puede entender a otro niño, y nadie que vomite nombres de autores por exhibicionismo puede ver nada a través de la caja más transparente. Pero siempre hay algo que decir acerca de todo. Todos los libros deben generar una guerra intelectual. Todo el mundo tiene que tener su bando. Es como si no pudiésemos disfrutar de nada, u odiar nada, o emprenderla a puñetazos contra nada, sin abrir la boca, aunque sólo sea por un segundo, y decir algo.

M. Garea

M. Garea nació en Compostela en 1993, y ahí todo empezó a torcerse. Como cualquier niño sin amigos, creció por su cuenta. Le gustaba el arte, pero por una broma pesada del destino acabó en Periodismo, lo que al menos le dejó tiempo para escribir. Ahora escribe narrativa, colecciona discos, bebe destilados y libera tensiones en un campo de tiro. Procura no salir mucho a la calle. Con suerte algún día se irá a vivir a una cabaña en medio del monte.

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