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True Detective 02x05

Pizzolatto mezcla y reparte de nuevo

7,1

 

Milo J Krmpotic'

 

Resultó tan (falsa, satíricamente) brutal el tiroteo con que se cerró el episodio pasado que, incluso abriendo el de esta semana a partir de un par de panorámicas centradas en el paisaje después de la batalla, su inercia facilitó una señora elipsis en la trama. 66 días, ni más ni menos, tal y como se nos informó recurriendo al poco inspirado recurso de la cabeza parlante en las noticias que ve Frank Semyon mientras toma el café en su nueva casa de Glendale. 66 largos días durante los cuales Velcoro se ha afeitado el bigote y abandonado la policía, mientras que Bezzerides permanece castigada asistiendo a reuniones de Sexómanos Anónimos y encerrada en la sala de pruebas, tal y como Woodrugh se encarga ahora de investigar fraudes y experimenta serias dificultades para que el traje haga al monje. No en vano, el capítulo se presentó bajo el lema de “Otras vidas”.

 

Pero los temblores de la llamada “masacre de Vinci” permanecen ahí, y es quizá por eso que John “Boy A” Crowley (contrariamente a lo que sosteníamos la semana pasada, de nuevo un realizador de corte fílmico en vez de televisivo) se atreve con la cámara en mano en alguna que otra secuencia, con la del enfrentamiento entre Woodrugh y su madre como clímax fallido (Taylor Kitsch no será Laurence Olivier, pero su estallido de rabia filial podría haber contado con una dirección que no destapara tan cruelmente sus carencias). A su vez, Pizzolatto insiste en regalar a Colin Farrell escenas envenenadas, por dramáticas, cuando su fuerte viene siendo la ironía metafílmica. Y los personajes de ambos se vieron hermanados por sendas vistas legales a puerta cerrada: la del caso de la actriz que acusó al policía motorizado de solicitarle una felación liberadora y la de la dichosa paternidad de Velcoro.

 

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Mientras tanto, Velcoro y Bezzerides comenzaron a estirar de los hilos sueltos del caso Caspare: una tercera víctima (el dueño de la empresa de residuos tóxicos) y la desaparición de la chica mexicana, devuelta a la parte noble de la trama gracias a unas fotografías que envió a su hermana y que muestran a personajes de relumbrón en compañía de prostitutas y unos diamantes azules a los que el fallecido detective Dixon había estado siguiendo la pista. Al poco, una iniciativa secreta de la fiscal Davis devolverá a los tres protagonistas a la senda de esa vieja investigación (por mucho que Pizzolatto mezclara, las cartas estaban marcadas), pero este reencuentro oficioso se verá un tanto forzado por darse inmediatamente después de una cita en el bar de Lera Lynn durante la cual Velcoro se había negado a hacer lo que todos sabíamos que acabaría haciendo.

 

Quien se ha salido de la línea trazada es Semyon. Curiosamente, cuanto más ha caído en lodazales criminales su pareja en la ficción, más ha lucido una Kelly Reilly que, con su discurso marital, dejó a Vince Vaughn con (creíbles) lágrimas en los ojos. Dar con el comprometedor disco duro de Caspare podría permitirle a Semyon avanzar varias casillas de golpe, regresar al pelotazo inmobiliario y, de paso, salvar su matrimonio. Pero para ello va a tener que lidiar antes con Velcoro, quien ha descubierto que el violador de su esposa ha permanecido vivito y coleando todos estos años, con lo que a saber a quién se cargó él en su día por indicación de su actual jefe. El enfrentamiento entre ambos está cantado, más que nada porque el segundo se ha plantado de malas maneras en la puerta de la casa del primero, y el súbito gesto sentimental de Semyon, esa voluntad de realizar un “último golpe” que le permita retirarse y hasta adoptar a un niño, invitan a apostar en su contra.      

 

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Bonus tracks:

* Al ver al primero sin mostacho reparamos en que Velcoro y Bezzerides… ¡comparten peinado!

* “Nuestro nombre es González”, dice el portavoz de la pareja de mexicanos que se presenta en el club de Semyon. Pero, ay, el casting vuelve a no encontrarse a la altura del pequeño chispazo de guión que representa ese uso colectivo del posesivo.

* “El enemigo no nos revelará su rostro”, se lamenta Semyon ante Velcoro, y cuesta que la frase deje de remitir tanto a la canción de los créditos de apertura como, claro, al asesino bajo una cabeza de pájaro escondido.

* Un pájaro al que identificábamos con un cuervo hasta la visita a la cabaña de Guerneville. Porque las aves que revelan su localización volando en círculos sobre la misma serán buitres, pero las que aparecen posadas junto a su puerta vendrían a ser más bien cornejas.

* Bezzerides ya no vapea: ahora fuma. La chica está desatada.

* Velcoro: “El dolor es inagotable. Son las personas quienes se acaban sintiendo agotadas”.

* Tras las brasas de su señora madre, Woodrugh cayó en la sartén de su suegra. Pero la palma del habitual desencuentro paterno-filial se la llevó Jordan Semyon al afirmar ante su esposo: “A los dos nos hubiera ido bien tener otros padres”.

* Y a un hijo, el de Chessani, “proxeneta con ambiciones políticas”, apunta ahora la cosa. Veremos qué nos depara esa familia con tanta “capacidad de inventiva”.      

 

Milo J. Krmpotic’

Milo J. Krmpotic’ debe su apellido a una herencia croata, lo más parecido en términos eslavos a una tortura china. Nacido en Barcelona en 1974, ha publicado contra todo pronóstico las novelas “Sorbed mi sexo” (Caballo de Troya, 2005), “Las tres balas de Boris Bardin” (Caballo de Troya, 2010), “Historia de una gárgola” (Seix Barral, 2012) y "El murmullo" (Pez de Plata, 2014), y es autor de otras tres obras juveniles. Fue redactor jefe de la revista Qué Leer entre 2008 y 2015, y ejerce ahora como subdirector del portal Librújula. Su firma ha aparecido también en medios como Diari Avui, Fotogramas, Go Mag, EnBarcelona, las secciones literarias del Anuari de Enciclopèdia Catalana

 

milo@blisstopic.com