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Dead Boy Detectives: Schoolboy Terrors

Toby Litt y Mark Buckingham

Vertigo

9,2

 

Javier Calvo

 

En términos históricos, la aparición de “The Sandman: Ouverture” (Vertigo, 2013) es una tragedia comparable, por ejemplo, a la reunión de The Pixies. Han sido muchos, tradicionalmente, los detractores de la celebérrima saga del rey de los sueños, cuya imaginería puede ser un poco pueril a veces y, como el resto de la obra de Gaiman, camina en la cuerda floja entre el acierto y el ridículo. Sin embargo, también es cierto que sus mejores páginas crean una cautivadora síntesis de cuento folk, horror gótico y fantasía juvenil que encandiló a una generación de lectores, y es indudable que el éxito comercial de “The Sandman” abrió la puerta a una época de esplendor en muchos sentidos dentro del comic mainstream americano.

 

Una vez reconocido esto, que es de ley, tampoco es demasiado de extrañar que “The Sandman: Ouverture” apunte de momento a ser una pieza menor dentro del universo Sandman (además se presenta como precuela, que siempre es mala señal). A pesar de la aparición estelar de J.H. Williams, que aquí ensaya varias gestas dignas de Promethea (ver la página desplegable cuádruple del número 2), en sus páginas el lector encontrará poco más que viejos personajes y, en general, viejos trucos. Tampoco es que Gaiman se encuentre en su mejor momento creativo: “The Ocean at the End of the Lane”, sin ir más lejos, parece escrita por un admirador suyo de 12 años. En realidad, Gaiman ya no parece demasiado interesado en repetir sus gestas literarias del pasado; si en vez de un escritor fuera una banda, se dedicaría a pasearse por los macroescenarios de la nostalgia del Primavera Sound. Ahora que lo pienso, creo que es un poco lo que hace.

 

Considerado como enésimo intento de resurrección del universo Sandman, el reboot de “Dead Boy Detectives” (Vertigo, 2014) tiene de entrada la misma mala pinta, o peor, que la obertura de Gaiman. Sus protagonistas, Charles Rowland y Edwin Paine, fueron creados en el número 25 de “Sandman”, allá en el 91, en quizás uno de los números standalone más brillantes de la colección, recogido en “Season of Mists”. El número muestra al mejor Neil Gaiman, en una de las extensiones que mejor se le daban: un cuento de miedo absolutamente horripilante sobre un internado inglés, Saint Hilarion, poblado por los espíritus malignos de sus antiguos alumnos y profesores. A esta escuela llega en 1990 Charles Rowland, un niño que será acosado, torturado y asesinado por los fantasmas de la escuela. Su único aliado es Edwin Paine, un niño asesinado en 1916 y que, tras regresar del infierno, habita en la escuela. Al final del número, Rowland y Paine, ambos en estado ectoplásmico consiguen quedarse en la Tierra para vivir aventuras juntos.

 

La historia, como digo, pone en juego los mejores atributos de la escritura de Gaiman: es cruel, sádica, desagradable y al mismo tiempo naíf, filtrada por ese extraño prisma infantil de sus primeras obras, como “Mr Punch” o “Violent Cases”. Casi todos esos elementos están ausentes de “The Dead Boy Detectives” (2001), la primera serie dedicada en solitario a los dos no-supervivientes de Saint Hilarion. Escrita por Ed Brubaker e ilustrada por el sandmaniano veterano Bryan Talbot, esta serie limitada de cuatro números mostraba a los niños muertos ya convertidos en detectives, aliándose con Hob Gadling y Mad Hettie de las páginas de “The Sandman” para combatir contra un estereotipado Gilles de Rais embarcado en una arquetípica cruzada en pos de la inmortalidad.

 

La idea de rendir homenaje a las novelas juveniles de detectives adolescentes, y en particular a las novelas góticas juveniles de John Bellair, es un acierto indudable, y de ahí vienen momentos geniales como la casa en el árbol donde se reúnen los dos niños y que se convertirá en Leitmotiv de la serie. Sin embargo, ni siquiera un Talbot particularmente inspirado consigue salvar una historia que parece caer en todos los lugares comunes del misterio paranormal londinense: desapariciones misteriosas de vagabundos, persecuciones por los túneles del metro, bandas morlockianas, hechiceros reencarnados con perilla e incluso, en un momento especialmente bajo, Rowland y Paine disfrazados de Holmes y Watson.

 

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Nada de todo esto auguraba una resurrección feliz de la cabecera. Yo mismo jamás me habría acercado a ella de no ser por la aparición sorprendente en sus créditos del fabuloso Toby Litt, camaleónico novelista británico que lleva veinte años sorprendiendo con una obra que parece abarcar todos los géneros: policial (“Corpsing”), horror (“Hospital”, “deadkidsongs”), ciencia ficción (“Journey into space”), novela rock (“I play drums in a band called okay”), thriller (“King Death”) pornografía (“Exhibitionism”), novela “seria” (“Finding Myself”, “Ghost Story”) y lo que le echen, siempre con su particular toque perverso y juguetón. Y, aunque las incursiones de novelistas en el ámbito del cómic mainstream suelen saldarse con resultados estrepitosos, en este caso ha sonado la campana, y de qué manera.

 

El “Dead Boy Detectives” de Toby Litt y Mark Buckingham fascina desde la primera página. Litt conserva lo mejor de la cabecera antigua: los dos protagonistas, con su encantador desfase de épocas y mentalidades; el homenaje continuo al cuento de fantasmas inglés de todas las épocas, a las novelas juveniles de detectives adolescentes y a las series de internados. Todo lo demás se lo sacude de encima sabiamente. El dibujo de Buckingham es mucho más retro y juvenil que en “Fables”, con un aire incluso a lo Mary Shepard o A.A. Milne, y alcanza su clímax a partir del número 5 con las tintas de Russ Braun.

 

Litt empieza el primer arco, “Schoolboy Terrors”, añadiéndoles a los niños detectives muertos una tercera protagonista, la encantadoramente pynchoniana Crystal Palace, hija de una extravagante pareja de estrellas del arte a lo Jeff Koons y adicta a un videojuego japonés llamado “Pibbit’s Peak”. Su aparición reanima instantáneamente la narración. Tras tener una visión del Más Allá mientras se encuentra en coma, Crystal se inscribe en Saint Hilarion, lo cual provoca el regreso involuntario de la pareja de detectives al sitio que los vio “nacer”. Los cuatro números siguientes son pura diversión perversa: Rowland y Paine intentando salvar a Crystal antes de que los rectores demoníacos de la escuela usen su cuerpo para albergar a un demonio de otra dimensión. Combates ectoplásmicos, visiones del averno, posesiones, trabajo detectivesco y también, por supuesto, clases y deberes.

 

A la venganza final de los niños detectives y el incendio de su alma máter le sigue un segundo arco todavía más apasionante, “Halfway House”, donde el tándem Litt-Buckingham se afianza y va más allá en términos narrativos y gráficos: Lewis Carroll, el cosplay, morsas parlantes y Wittgenstein-de-broma se dan la mano en una fabulosa aventura mágica cuando Edwin Paine descubre dentro de una casa encantada el Espejo Oscuro de África, un espejo mágico atrapado entre dos dimensiones que, entre otras cosas, lo invierte verticalmente a él. Si P.L. Travers resucitara, estoy convencido de que se le ocurriría algo parecido.

 

Toby Litt siempre ha sido uno de los narradores más impredecibles de la escena británica. No debe de ser fácil coger un título con un universo tan connotado e inconfundible y reescribirlo casi por completo con la libertad y el morro que le pone Litt, introduciendo mundos como el anime y los ordenadores a contrapelo de la historia, añadiendo humor y surrealismo, conservando y hasta potenciando su espíritu retro y, lo que es más difícil, pasándose por el forro el estilo y la influencia de Gaiman. En el número 6  y último de esta recopilación, sin ir más lejos, el guionista se permite una broma sobrada cuando uno de los detectives le pregunta al otro a quién podrían acudir en busca de ayuda. “¿Llamamos a Mad Hettie?”, le pregunta. Y el otro le contesta: “Nah, está demasiado loca”. Sublime.

 

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Javier Calvo

Javier Calvo es novelista y traductor literario residente en Barcelona. Entre sus novelas están "El jardín colgante" (Seix Barral, 2012), "Corona de Flores" (Mondadori, 2010) y "Mundo maravilloso" (Mondadori, 2007).