Nada es verdad, todo está permitido
Kurt y William en la interzona
Cuando Kurt Cobain tenía ocho años, solía dibujar al hombre lobo que aparecía en la portada de un cómic Marvel, un especial de Werewolf by night, el “Giant-Size Werewolf” publicado en 1975. Bastantes años antes, a la misma edad, un William Borroughs difícil de imaginar como niño escuchaba como la profesora de su colegio le ordenaba levantarse y leer su redacción libre. Lo que el pequeño (argh, ¡cuesta!) Burroughs empezó a leer, para mofa de toda la clase, era un relato titulado “Autobiografía de un lobo”. Ese primer rasgo de coincidencia radical podría trazarse como pilar fundacional de la intrincada relación que une a estos dos dioses de la cultura. Dos lobos, Cobain y Burroughs, que abrazaban la hostilidad y agresividad de la bestia para dar raíz a su locura creativa. Dos lobos, con todo, que eran más víctimas que depredadores: el del relato del niño-Burroughs, abatido por las balas de los cazadores; el hombre-lobo de los cómics que adoraba Cobain, perseguido por el vampiro Morbius, una buena deformación de su propio archienemigo, la vampírica adicción a la heroína.
Ese pasaje donde los dos genios redundan en arquetipos metafóricos sería un principio, pero en “Nada es verdad, todo está permitido. El día que Kurt Cobain conoció a William Burroughs” (Alpha Decay, 2014) Servando Rocha traza muchas otras genealogías del binomio Cobain-Burroughs. Dos símbolos para almas perdidas, rebeldes y anarquistas, engullidos en el ojo de un huracán de referencias, donde giran con un frenesí enfermizo el recuerdo del único encuentro entre los dos mitos con las melodías de blues quebrado de Leadbelly, la melancolía por el viejo Salvaje Oeste, las esquivas huellas del ocultismo de John Dee, en un espacio etéreo y en continuo giro, donde es posible ver dando vueltas al unísono a Dillinger con miles de gatos, sectas terroristas, Ian Curtis, el Beat Hotel de París, Ronald Reagan y la máquina del sueño, en una estampida que bien podría acabar con la danza histérica de esas animadoras con la ‘A’ de anarquía en sus uniformes, en la alocada revuelta sobre el parquet que se consuma en la pista de baloncesto del vídeo clip de “Smells like teen spirit”.
En su libro endemoniado y febril, Servando Rocha obra un descomunal ejercicio de cut up, exactamente la misma técnica de recortes que Brion Gysin le enseñó a Burroughs después de tener una revelación tras contemplar los mensajes que surgían de la azarosa superposición de varias hojas de periódicos que había utilizado para cubrir sus lienzos, y concluir que la escritura llevaba 50 años de retraso respecto a la pintura. Igual que Cobain desafina su guitarra en el inmortal vídeo de “Smells like teen spirit”, y recobra el control del mástil unos segundos después, el escritor canario se pierde en toda ocurrencia conectiva o desvarío encadenado, pera acabar dando una forma plausible, fascinante y hasta cierto punto coherente a un collage gigantesco de ecos místicos imbricados y conjeturas formidables. Todo por unir un punto con otro, dar con una línea de enlace, y de ahí varios ejes, hasta llenar toda una área de superposiciones, y al fin llegar a ver un tejido cósmico inherente que reúne al músico y el escritor mucho más allá de su breve encuentro en Lawrence, Kansas, en una mañana de octubre de 1993. Todo ello sin olvidar algunas evidencias, como por ejemplo que el chico salvaje y el viejo sabio incluso llegaron a grabar un disco juntos.
“The Priest they called him” salió a la venta a través de T/K Records, y constituye un inmersión profunda en esa zona intermedia inhabitable, repleta de ecos y polvo, donde la narración de Burroughs se vuelve anodina para respirar y crecer, al tiempo que Cobain levanta muros de ruido, o dispone los ambientes en capas de guitarra lejanas y cortantes.
Esa extraño vinilo de una sola cara da testimonio de una rareza colmada, otro experimento de cut up y progresiones mentales, un alarde más de extrañeza para el mundo, que empieza con los acordes de “Silent night” aflorando de un pozo esponjoso, y tiene su trastornado espejo en un olvidado cortometraje de Francis Ford Coppola, “The Junky’s Christmas”, otra versión similar del mismo relato de Burroughs, en el que un hombre encontraba una maleta donde se guardadan dos piernas mutiladas, lo mismo que el predicador del cuento que se grabó y acompañó con los rasgueos del líder de Nirvana. Tanto el cura impostado de “The Priest they called him” como el joven limpiaparabrisas yonqui de “The Junky’s Christmas” acaban de la misma manera: en una habitación solitaria, abandonándose a la heroína, escurriéndose hacia la muerte, con absolución o sin ella.
Y todas esas confluencias siguen siendo apenas eslabones, partes simples del puzzle desmesurado que Servando Rocha arma en sus páginas. El escritor de Santa Cruz de La Palma tiene su propio discurso, una escritura fluida y pertinaz, pero en cambio prefiere utilizar las palabra de los demás, juntar las partes y tomar algo de aquí y de allá, a base de citas que lo mismo pueden ser de Thomas Mann, el poeta Novalis o Alexander Trocchi, que de algún historiador escasamente popular. Todo eso se junta con extractos del diario de Cobain, letras de canciones, cuentos, lienzos y carátulas, declaraciones y entrevistas, todo tipo de partículas para dar a luz un tomo cargado de ensayos con meollo, perspectivas y conclusiones. Lo más formidable es que, torciendo como tuerce cada parte para dar con su conjunción maniquea, Rocha casi nunca se pilla los dedos: dobla las varillas de sucesos y consigue que todo acabe adquiriendo cierto sentido dentro de su gran mapa maldito, salvo tal vez por algún desliz sin importancia, como tratar el cómic “Predicador”, de Garh Ennis y Steve Dillon, con el manido y recurrente apelativo de ‘novela gráfica’, cuando en realidad fue una colección de grapa que estuvo unos 75 meses en los quioscos.
Bajo la premisa de un título que acaso le da permiso para cualquier cosa, y que al tiempo alude al corazón mismo del texto, Rocha se afloja y libera, y da justo en la diana con la tensión necesaria, todo a la vez. Su amparo, la célebre frase: “nada es verdad, todo está permitido” fueron las últimas palabras que pronunció antes morir Hassan-i Sabbah, mítico líder de la antigua y oscura secta de Los Asesinos, una frase que William Burroughs, aseguraba era una contraseña mágica. Con esa consigna, Rocha se desliza por los pasajes más conocidos de las biografías del escritor y de Cobain, como el fatal día en que Burroughs decidió hacer un número de Guillermo Tell con su Star automática calibre 380 en una habitación de México, pero no acertó con su disparo al vaso que había puesto sobre la cabeza de su mujer Joan Vollmer, sino justo un poco más abajo, desde las incursiones del viejo escritor en el culto mágico con tal de alejar al Espíritu Feo que le acosó durante media vida al desodorante que suscitó la frase de “Kurt smells like teen spirit”, que Kathleen Hanna de Bikini Kill le dedicó a Cobain, inconsciente de lo que esas palabras inspirarían, o las pintadas de toxicómano del apartamento de Los Ángeles de Cobain y Courtney Love, con menciones explícitas y desquiciadas a “Helter Skelter”, la leyenda en torno a uno de los más mórbidos crímenes de la Famila Manson.
Pero Rocha aprovecha también para dedicarle renglones subversivos a Skip James o Alfred Kubin, a conectar la herencia de la lucha contra los códigos del lenguaje de Burroughs con los mensajes contra los Rockefeller y ávaros del mundo que Cobain escribía en sus cuadernos; toda esa lucha contra el aburrimiento, contra la presión de la realidad, que se consuma en varios frentes, alcanza la pólvora de innumerables cañones. Porque este es un libro cargado y violento, que dispara a matar, como en su día lo hicieron sus dos principales protagonistas. Un libro que habla de armas y demonios. Curiosamente, Cobain nunca vio la colección de armas de su ídolo. No le pidió verlas en aquel único encuentro, aunque lo más probable es que, mientras paseaban por el jardín de la cabaña del escritor, Burroughs llevara encima su adorada 454 Casull, un arma corta potentísima que también enloquecía a Hunter S. Thompson. Al menos, Cobain leyó sobre esas armas en infinidad de poemas de Burroughs, las utilizó en multitud de renglones propios, e incluso tuvo la suerte de obtener un ejemplar dedicado de una de las obras pictóricas del gran William, una muestra de su “arte con pistola”, condensado en cuatro impactos de bala sobre un auto-retrato maléfico de su gurú, el mismo que le dedicaría palabras así de retorcidamente bellas poco después de su muerte: “Lo que recuerdo es la expresión moribunda de sus mejillas. Él no tenía intención de suicidarse. Por lo que yo sé, ya estaba muerto“.
Servando Rocha fuerza las costuras, juega un juego manipulador, en el que entras o te quedas, y disuelve todo su desparrame de estampas imbricadas a través de una perorata inextinguible, que encuentra el equilibrio justamente en su exceso. Personalmente, he tenido tantas ideas y sensaciones mientras leía este libro, que sería incapaz de darles amparo ahora en este texto, hacerlas volver aquí de entre las pilas y cajas de una memoria acartonada. Por eso no quiero hablar más, no quiero escribir más, porque todo lo que pueda decirse está ya en “Nada es verdad, todo está permitido. El día que Kurt Cobain conoció a William Burroughs”. Este libro hace fluir una miríada significados, atraviesa la historia de un siglo a través de sentidos cruzados, actos y pensamientos enhebrados y deslumbra con una iridiscencia reveladora, tan descaradamente ficticia que te la puedes creer. El fulgor de estos héroes modernos es tan poderoso que no se puede tapar: por mucho que aprietes, la luz se escurre entre los dedos.
Todo ese miasma de saturaciones se puede perder en el tiempo o condensarse en un momento, esa momento singular que se invoca a través de aquellas pocas fotos que se conservan de la visita de Kurt Cobain a su ídolo, en la apacible casa de Lawrence repleta de gatos y pistolas: la imagen de Cobain y Burroughs apurando el siglo XX, ajenos y conscientes de la negrura en ciernes, pisando distraídamente el mismo vórtice, penetrando sin marcha atrás en la interzona.
“Nada es verdad todo está permitido”
Servando Rocha
Alpha Decay
380 págs.
20,90 €.

Albert Fernández
En el desorden de los años, Albert Fernández ha escrito renglones torcidos en publicaciones como Mondo Sonoro, Guía del Ocio o Go Mag, tiempo en el que ha tenido oportunidad de ir de tapas con Frank Black o escuchar a Patrick Wolf bostezar por teléfono. Además, ha sido jefe de redacción de las secciones culturales de H Magazine, y ha aportado imaginación tras los micrófonos de Onda Cero, Cadena Ser y Scanner FM, donde facturó la sitcom musical de creación propia “2 Rooms”. Aunque sabe que no hay lugar mejor que aquel de donde viene, a Albert no le hubiera importado nacer en Gotham City o en el planeta Dagobah. Con tendencia a la hipérbole y a la imaginación desatada, Albert sigue buscando el acorde que dé la vuelta a sus días.
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